La estación terminal

Octubre 2012

“Dedicamos mucho tiempo pensando en lo que nos hace falta y casi nunca nos detenemos a recordar y agradecer lo muchísimo bueno que poseemos…” 

P. Damian. 

Aquel día me percaté del movimiento de gente que iba y venía en aquellos enormes salones rodeados de jardines de la terminal de viajeros, había mucha claridad en el ambiente y todo tipo de personas deambulaban en todas las direcciones imaginables. No sé cuanto tiempo llevaba en esa terminal. Había caminado muchas veces entre tanta gente que iba y venía, pero hasta ahora realmente me fijaba bien en la gente y en lo que me rodeaba. Respiré profundamente. Llené mis pulmones con largura, como si acabara de despertar de un gran letargo y tomara conciencia de mi respiración. Bastaba con poner un poco de atención para darme cuenta de la diversidad y de la condición de las personas que entraban y salían de aquella terminal, de una impresionante pero extraña arquitectura cambiante, con rasgos  a veces antiguos, a veces muy modernos, con ambientes lujosos y brillantes, con muchos detalles artísticos de buen gusto, pero también con mucha decoración al estilo kitsch.

Había salones que más bien parecían un museo de historia y otros que parecían una representación del futuro, como un escenario de la serie de viaje a las estrellas. De pronto uno se daba cuenta que también había grandes  salones con señales de deterioro por descuido, llenos de gente y de basura que apenas se escondía, en realidad un tanto oscuros, muy sucios y pobres. Pero la terminal siempre me parecía grandiosa, me encantaba recorrerla. Había descubierto unos jardines  bellísimos con toda clase de flores, mariposas y pájaros. Me impresionó descubrir la belleza de los árboles gigantescos que había un poco más allá, llenos de fuerza y de vida. Sobre todo la luz que había en el ambiente, como estallaba a cada segundo con colores encendidos, que pasaban del azul intenso, al prusia, al celeste y al rojo, naranja y amarillo…pero había tantas otras cosas interesantes que ver, que más bien pasé de largo.

Me di cuenta que en realidad no era como yo siempre había creído: una sola terminal, más bien se trataba de una enorme terminal con varias terminales interconectadas por sistemas de transporte diferentes. Había trenes internos que circulaban a gran velocidad en la superficie, algunos eran subterráneos y otros elevados. También había autobuses atestados, camiones de todo tipo y pequeños carros como de feria de múltiples formas y colores. Pero si uno era curioso como yo y se aventuraba a recorrer un poco más aquella gigantesca e intrincada terminal, se daba cuenta que había muchos corredores e interminables pasillos, llenos de tiendas de toda clase, restaurantes, cafeterías, salones de masaje y entretenimientos, salas de internet, toilettes y hasta hoteles para todos los gustos y bolsillos, aquello era fascinante, por lo variado, por lo cambiante.

Era curioso, la gente estaba en la terminal de terminales, muy ocupada haciendo cosas de las más raras y hasta cierto punto absurdas. No importaba en qué, pero el juego consistía en gastar el tiempo y parecer importante. Todos teníamos unos cupones con puntos acumulados que cambiábamos por tiempo de entretenimiento, así fuera comprando cosas que no necesitábamos, siempre que pareciéramos importantes. Entre más cupones y más puntos, más tiempo podíamos gastar. Cada vez la terminal era más compleja y ofrecía cada vez más y mejores entretenimientos para todos los gustos para esos miles de personas que circulábamos por todas partes, mientras esperábamos nuestro viaje.

Era como una inmensa feria para toda clase de público, como una versión ampliada de un circo virtual, en el que los espectadores, los actores, los magos, los trapecistas, los vendedores de chucherías y los payasos éramos nosotros mismos. Solo que a diferencia del circo, no pagábamos por ver una función. Nosotros éramos la función. Pero habíamos ensayado nuestros papeles tantas veces que lucíamos de maravilla, o al menos así nos parecía. Mientras tuviéramos cupones y más puntos acumulados podríamos participar de aquel itinerante circo que era la terminal. También había algunas personas en los rincones oscuros y apartados de la terminal que evidentemente lucían muy mal, vestían harapos y estaban muy sucios, la mayoría de nosotros los evitaba o pasaba de largo sin verlos directamente.

Los viajeros estaban siempre moviéndose, de lejos parecían como un desfile de hormigas en una y otra dirección cargando siempre algo, siempre muy ocupados. Las maletas de algunos eran tan grandes y pesadas que necesitaban varios ayudantes y varios carritos para poder llevarlas. Aunque algunos, muy pocos, llegaban en limousines blancas o negras y entraban y salían de salones VIP. Eran los pasajeros de primera clase. Se distinguían por su porte y aspecto, como dirían en el ejército. Pero al fin de cuentas todos éramos viajeros y tomábamos los mismos trenes, pero en distintos compartimientos.

Lo que más me llamó la atención de aquellos viajeros, era el uniforme vestimenta que llevaban, luego la forma de caminar y la expresión en sus rostros. Muchos, los más jóvenes, hombres y mujeres llenos de tatuajes y abalorios que colgaban de sus orejas o narices y el pelo pintado en varios colores, como azul o rojo zanahoria. Querían llamar la atención, como diciendo fíjate en mí, estoy aquí. Pocos, pero muy llamativos y un tanto acicalados ostentaban con orgullo todos los colores del arco iris. Otros con prendas muy finas y elegantes, aparentemente costosas, se movían aprisa a un ritmo casi marcial cargando diferentes versiones, todas parecidas, de maletas, mochilas y carteras. Otros, los menos y los más viejos, con rostros acartonados, arrastraban los pies al caminar y lucían un poco cansados. Algunos iban solos en sillas de ruedas con motor y sin motor, otros iban acompañados. Había niños, unos recién nacidos empujados en sus simpáticos cochecitos o cargados como canguros, los  más grandecitos subidos en carritos como de supermercado y algunos adolescentes, con sus familias o en grupos bullangueros con camisetas y gorras casi iguales, que apenas se diferenciaban unas de otras por los colores y logotipos de alguna escuela, asociación o cofradía a la que seguramente pertenecían.

También había  jóvenes con uniformes militares. Me fijé mejor y me di cuenta que también había viejos y viejas, un poco rechonchos, con caras de cansados y vestidos con uniformes de empleados, gastados y zapatos deportivos viejos, otros caminaban muy elegantes, como dueños de la terminal, hombres y mujeres con trajes azul marino oscuro con kepis y rayas y botones dorados en las chaquetas, las mujeres con sombreritos pequeños, casi absurdos y muy maquilladas, siempre mirando al frente, parecían maniquíes. Había unos con maletines y uniformes de ejecutivos de negocios, con saco y corbata impecables y los zapatos brillantes, también había gente con uniformes de religiosos, desde hombres con barba y colochos como rabinos, algunos vestidos de negro con cuello blanco como curas, hasta unos rapados con vestimentas anaranjadas como monjes o con turbantes como ayatolas, todos miraban de soslayo a los demás, como dueños de la verdad ¡Parecían muy importantes!

También  hasta  los que parecían estar sin uniforme estaban uniformados con uniformes raros, mujeres y hombres tatuados como los punks o los góticos, como disfrazados para una fiesta de Halloween. Algunos lucían como hippies viejos, barbados y con aretes en las orejas o mujeres con faldas muy largas con diseños indígenas y el pelo muy largo, llenas de pulseras y toda clase de adornos colgantes que sonaban cuando caminaban. También los había muy informales con uniformes como de  gente sin uniforme: Camisetas de algodón, jeans y sandalias o zapatos ténis. Qué curioso pensé, en esta terminal todos tenemos un uniforme, hasta los que no creemos portar uno. Había gentes de todas partes y de todas las razas y colores, con gorras y sin gorras, con turbantes, con sombreros, con sombreritos, con pañuelos, rapados o con pelo largo, con coleta, con barba y sin barba, pero todos viajeros uniformados.

Detrás del taconeo de las mujeres que pasaban casi corriendo, del parloteo sin sentido de algunos empleados del servicio de mantenimiento y del ruido que hacían los que comían cualquier cosa en los múltiples expendios de suvenires, café, chucherías y comida rápida, se mantenía aquel sonido de fondo, inigualable, extraña mezcla de sonidos humanos y zumbidos mecánicos, de escaleras eléctricas, ascensores, máquinas de limpieza y aparatos de climatización artificial. Sobre todo, cada cierto tiempo cuando menos lo esperabas, oías aquel sonido electrónico, como de timbre de casa con tono de emergencia de hospital, que te hiela la sangre y te crispa los nervios, seguido de las llamadas que con voces artificiales, robóticas, anunciaban llegadas y salidas de los viajeros. Esa mezcla de sonido persistente, casi como estática, representaba el ajetreo de día y de noche que aquellos millones de pasajeros protagonizaban yendo y viniendo de alguna parte a alguna parte, en cada instante de sus vidas.

En la sala de espera de la terminal, todos parecían muy preocupados por algo muy importante, no hablaban entre sí y ni me miraban, pero estaban constantemente conectados a la red con sus relucientes pantallas portátiles y lucían muy serios ensimismados en sus cosas, sobre todo estaban como en otro mundo, absortos, con sus laptop o con sus tabletas, y si no era así, siempre estaban hablando a través de un Iphone o un Ipod o por un teléfono celular barato, o tomándose selfies. Muchos hablaban de reuniones, negocios, envíos, precios, ganancias. Estaban como sonámbulos, embobados mirando pantallas, pantallas, había pantallas por todos lados. La era del cristal, la era digital, la era del touch. La era de la pantalla. Yo quería mirarlos a los ojos y hablarles a ellos no a sus aparatos, quería decirles que se fijaran en lo bonito que había en el entorno, quería hablarles del jardín y los árboles que había descubierto, pero era difícil, nunca les miré a los ojos, nunca me miraron. Solo los niños me miraban directamente a los ojos sin parpadear, ¡ah! cómo quería ser niño otra vez.

De pronto…El sonido que te crispa los nervios…la voz metálica… robótica… ensayada…el sobresalto…la sangre helada “Transportes infinito hace la última llamada para su viaje. Pasajeros favor abordar”…La fila empezó a moverse, uno a uno entraron, primero los de primera clase, después los de clase ejecutiva. Yo esta vez no entré, no me tocaba a mí. Otra vez me cancelaron el viaje, no sabía hasta cuando iba a escuchar de nuevo aquel pitido electrónico que me crispaba los nervios. Repentinamente tenía tiempo de ir al jardín y contemplar mis flores, mis pájaros, mis mariposas y mis árboles con aquella luz de colores cambiantes. No me fijé en mis cupones con puntos, ni las pantallas, ya no me importaban. Solo pensé que este era mi momento y tenía ese instante para mí. Tal vez esta vez pudiera ver directamente a los ojos a alguien que quisiera verme y agarrados de la mano, podríamos jugar como niños y compartir el tiempo de espera correteando por los inmensos pasillos iluminados, o adentrarnos al bosque y contemplar las maravillas que había pasado por alto, disfrutando de aquella maravillosa terminal, antes de que me llamaran otra vez con aquel pitido maquinal que hiela la sangre y esta vez fuera para hacer aquel viaje final, el viaje definitivo, sin retorno.

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