El nido vacío

Tal vez parte de amar, es aprender a dejar ir.

Dedicado a nuestros nietecitos Víctor Andrés y Gustavo Alfonso (Ponchito) y a los que vendrán después.

Estaba arrellanado en la vieja poltrona que le había heredado su suegro Don Guillermo, y por el ventanal a su izquierda se colaba una extraña mezcla de sonidos. Se oían lo chillidos estridentes de algunos pájaros, que anunciaban sus intenciones amorosas a las hembras que se hacían las disimuladas, se oía el ruido de fondo del tráfico pesado, por la calle de circunvalación de la polvorienta y ruidosa ciudad de Managua, que distaba a unos 200 ms al sur de su casa, y a veces, el horrible ruido a todo volumen de una sirena de alarma, de un ilegal taller de ensamblaje de motocicletas que habían instalado, pegado al muro del fondo del patio trasero. La bendita alarma descontrolada, anunciaba peligro a cualquier hora del día, de la noche o la madrugada, torturando sus oídos y a veces desvelándolos inmisericordemente.

Sin darse cuenta mascullaba sus recuerdos y reflexionaba con nostalgia, todo lo que había pasado con su mujer para llegar hasta ese momento de sus vidas, cuando la bulla y los sonidos en aquella casa, la casa de sus sueños, eran otros.

La casa de dos pisos, que él mismo, había diseñado en una sola noche de inspiración y que habían venido construyendo por etapas a lo largo de casi 20 años, tenía un estilo ecléctico , con reminiscencias victorianas, muy comunes en el Caribe nicaragüense y en algunos puertos del Pacífico de Nicaragua con influencia inglesa, como San Juan del Sur y San Carlos. Tenía algunos elementos arquitectónicos destacados, propios del estilo victoriano popular, con las fascias de los techos inclinados con cenefas blancas decoradas, las  puertas y ventanas francesas blancas de madera fina y vidrio, con finas celosías también blancas. Las paredes de color pastel, rosa viejo en el exterior y de un verde suave en el interior. La casa estaba plantada exactamente en el centro de aquel gran predio, cortándolo en dos, generando dos grandes espacios: el jardín delantero y el patio del fondo. Tenía una entrada al centro, que a su vez cortaba en dos el jardín delantero, lleno de árboles altos de cassia mangium y el preferido de su mujer Elena, el árbol de Cortez que cuando florece crea un estallido de color amarillo que hubiera sido la envidia del gran Vincent Van Gogh.

El andén de la entrada al centro, de losetas de concreto, estaba flanqueado por dos hileras de setos gencianas rojas, que remataban en el primer corredor de entrada a la casa, sostenido por tres columnas ciclópeas de piedra bolón o cantos rodados, con cielo inclinado de madera de tablillas de caoba machihembrada, que servía de “porche”. Este estaba rodeado de jardineras de ladrillo de barro, del que emergían plantas de cafetos decorativos y helechos. Del porche colgaban varios maceteros con helechos y algunas plantas suculentas, con hojas verdes brillantes, como enredaderas que caían exuberantes, atraídas por la gravedad.

El corredor, que protegía del sol del oeste, tenía un juego de sillas metálicas blancas y además estaba protegido por dos palmeras robelianas que le daban privacidad y frescor. De día servía para recibir y atender toda clase de personas, negociar precios con trabajadores de ocasión y para recibir algunas que otras visitas no habituales, que por muchas razones llegaban a la casa. De noche algunas veces servía de espacio social para sus hijos y sus amigos que de vez en cuando armaban tertulias juveniles en el corredor. También era un espacio fresco preferido por él y su esposa Elena, en las noches del verano nicaragüense para tomarse un trago, un té o un vaso de vino tinto y hablar de la época de su juventud, matizados con la música de fondo de los años setenta. Invariablemente recordaban sus años juveniles, hablaban de las noticias recientes o temas de familia en aquel silencio nocturno, antes de que las insidiosas plagas de zancudos transmisores de Chinkungunya y el Zica los obligaran a permanecer dentro de la casa, protegidos por las mallas mosquiteras que habían tenido que instalar en cada puerta y ventana de la casa.

Al entrar en la casa, después de pasar el corredor uno se encontraba con un espacio vestibular de doble altura, que destacaba la escalera de madera de cedro maduro color rojo natural, con barandal formado por tabloncillos calados que le daban un aire medieval a la estancia. La escalera adosada a la pared a la izquierda lo llevaba a uno a la segunda planta en la que estaban los espacios íntimos de la casa, formados por la sala de estar y los dormitorios, que se asomaban al patio a través de ventanales de madera y vidrio

Al subir las escaleras, también subía, la galería de fotos de la familia que de manera resumida contaba en imágenes su propia historia. Allí estaba la foto en blanco y negro, casi en sepia, del casamiento de los padres de Marga, la foto familiar retocada a color,  con sus  padres y hermanos, cuando ella usaba pavita en la frente y tenía solo unos 10 años. Estaba la foto tipo poster en blanco y negro de su casamiento, la foto oficial de su bachillerato, dos autorretratos que se había hecho, en sus escasos arranques de pintor, uno en óleo a color y el otro a lápiz en blanco y negro que realizó cuando triunfó la revolución. Allí también colgaban las fotos de las graduaciones de sus hijos y la infaltable foto de familia con todos los hijos. También ya se habían colocado las fotos de Monchito y Héctor Manuel nuestros sus preciosos nietecitos venezolanos, y todavía quedaba muro para las fotos de los que vendrían.

Al terminar la escalera, se abría el espacio hacia la sala familiar más informal llena de estantes se libros que funcionaba como biblioteca, estudio, taller de artesanías de Elena su mujer, y el lugar donde nos acomodábamos como queríamos por las noches para ver televisión o películas por Netflix y You Tube comiendo rosquillas somoteñas y bebiendo algún amaretto, una cerveza o un buen té de jengibre con limón y miel de abejas, que según él era de su autoría. La sala conectaba convenientemente con los dormitorios a los que cada quien se retiraba conforme el deseo de ir a la camita era más fuerte que las películas o documentales de la televisión streaming.

En la planta baja, el vestíbulo interno de la entrada de doble altura era el punto focal de la casa, al entrar uno de pronto se encontraba frente a un mueble de dos caras, de madera, del piso hasta el techo con vidrios, espejos y vitrales en su parte superior, lleno de fotos y recuerdos de viajes. Este mueble separaba este espacio del comedor y conectaba con la sala formal, con ventanas francesas de madera y vidrio, ubicada girando hacia la izquierda, donde solíamos recibir durante la estación lluviosa, las visitas de amigos cercanos o familiares y tomábamos un vino o el té con algunos bocadillos. A la derecha del vestíbulo  flanqueada por una puerta de doble batiente estaba la cocina, el reino de sabores y olores que le daba a la casa su aire más hogareño y ancestral. Allí se cocinaba la comida más tradicional como el indio viejo, el arroz aguado, la carne desmenuzada, el salpicón y el pollo tapado. Últimamente por razones más de salud que culinarias, se cocinaba el pescado al vapor con hierbas, copia de una receta de trucha al vapor, que había traído de Alemania en uno de sus numerosos viajes de estudio, que les sabía a gloria y que era el plato preferido de Elena. Curioso como era, aficionado a la cocina, de vez en cuando allí experimentaba sus propios platos de pastas o sus variantes de tés con jengibre y manzanilla con miel y canela, además de otras infusiones a base de hojas medicinales y hierbas aromáticas. 

Ambos, sala y comedor se abrían hacia afuera a través de puertas dobles y las ventanas francesas que daban al corredor principal y que a su vez se abrían al patio. De tal manera que en un momento dado todos los espacios interiores y exteriores se abrían entre si y se intercomunicaban. Herencia arquitectónica de la vieja casa colonial solariega de su abuelo en su pueblo natal, que tenía cuatro corredores que interconectaban todos los espacios alrededor del patio central que a su vez conectaba con el patio grande y el traspatio. 

En el patio de la casa, se destacaban por su gran tamaño en el fondo, los colosales árboles de Guanacaste blanco a la izquierda y el gran Genízaro a la derecha. Además  en primer plano estaban tres árboles de mango y protegiendo al corredor del exceso de luz del este, estaban las palmeras robelianas que le daban un aspecto tropical al corredor del cual colgaban toda clase de helechos o coludos. En realidad, la casa era un buen reflejo de sus vidas, sus gustos y del ambiente climático tropical. Había sido diseñada como eran ellos, de clase media, muy flexibles y abiertos a discreción, con espacios íntimos internos a los que solo accedían los amigos y familiares más cercanos.

En verano, o sea cuando ya el ataque inmisericorde de los zancudos disminuía, preferían realizar sus reuniones sociales en el corredor trasero sostenido por las cuatro enormes columnas enchapadas de piedra bolón. En este enorme corredor también se encontraban las sillas blancas de mimbre con más de sesenta años de antigüedad, regalo de su suegra la Mamá Pancha, como la llamaban sus nietos, y un comedor redondo de armazón de metal de color bronce antiguo y mesa de vidrio, con sillas también de metal, que solo se ocupaba algunos domingos para desayunar en el verano o cuando había celebraciones de la familia y amigos.

De vez en cuando recordaba aquella casa, llena por la pandilla de amigos y compañeros de colegio de sus hijos, gritando y correteando por toda la casa, pasando de un espacio a otro, saltando del comedor hacia el corredor del fondo a través de la ventana. En el patio del fondo solían correr y jugar fútbol con la Milou, la perra pastor belga que su hijo menor Ramiro había entrenado para que atrapara la pelota de fútbol al mejor estilo de un portero profesional, la perra corría, saltaba y con sus patas delanteras y sus fauces, atrapaba invariablemente la pelota que mi hijo pateaba con toda su fuerza, como le habían enseñado Carlitos y Eduardo, los muchachos mayores en aquella calle sin salida del barrio residencial  Bellavista, donde vivían, y que funcionaba como improvisado campo de fútbol. Durante estuvo en la universidad Héctor Guillermo, su hijo mayor celebraba su cumpleaños en el corredor del fondo y su hija Patricia, allí celebró sus quince primaveras y también se reunía con sus amigos, de vez en cuando.

La casa solariega albergó sueños, esperanzas, bailes, noviazgos, fiestas familiares con mariachis, despedidas y otras celebraciones. Allí había celebrado su fiesta de cincuenta años con los amigos de antaño. Los niños se hicieron grandes, al igual que sus amigos, celebraron juntos sus bachilleratos, y sus graduaciones en la universidad. La Milou se hacía cada vez más vieja, ya no atrapaba la pelota siempre, padecía de artrosis de cadera y los acompañaba a la finca de vez en cuando, cada vez más le costaba caminar y se cansaba. Su hijo mayor se fue a realizar sus estudios de maestría y doctorado en Monterrey, México y Lubbock, Texas. Se enamoró de una linda y talentosa compañera de estudios y se casó. Mi hijo se quedó en el Tecnológico de Monterrey y formaba parte del cuerpo doctoral de profesores. Gracias a Dios, tenían dos hijos que eran su adoración: Héctor Manuel y Ramón Guillermo, “Monchito”, a los que veían de vez en cuando por video llamadas y también en persona una o dos veces al año. Su hija Patricia se había graduado en la universidad y también voló tras sus ideales, se fue a Washington a trabajar en un banco internacional y también hizo su MBA en la John Hopkins University. Se comunicaba de vez en cuando para hablar de su vida y de sus viajes por el mundo. Esa era la vida en estos tiempos, el que se iba preparando se iba del país. Muchos amigos y conocidos de su época se iban quedando solos. El país de base económica campesina había sido convulsionado varias veces en su historia y en ese tiempo no ofrecía muchas oportunidades, ni empleos para los jóvenes, que emigraban en búsqueda de mejores horizontes.

Pero de eso ya hace mucho tiempo…

Ramiro, el cumiche de sus hijos, también creció, se graduó en la universidad, hizo su MBA y se había graduado con honores de alta distinción en el INCAE la sucursal de Harvard en Centroamérica, donde él también había obtenido un posgrado y un MBA. Ya había sido tentado por varias empresas internacionales con promesas de trabajo en el extranjero, donde siempre había querido viajar y vivir una experiencia internacional. Pero puede más el amor que la aventura. Su antiguo jefe al tanto de los éxitos de Ramiro y de las tentaciones de ser reclutado para una empresa extranjera, se apresuró a ofrecerle una magnífica oportunidad que no podía rechazar: Además ya su corazón estaba comprometido en Nicaragua. Ya había pedido en matrimonio a Heidy, en una playa de San Juan del sur, en una especial ceremonia planificada por sus amigos de toda la vida, la vieja pandilla de su colegio de primaria.

Los preparativos de la boda que se realizaría en la pequeña finca que tenían en Granada, y que se vestiría de gala para esa ocasión, les habían absorbido casi completamente por un tiempo, y casi no se habían dado cuenta que en realidad se iban a quedar más solos como nunca estuvieron antes en nuestras vidas. Para colmo a la Mamá Pancha, con sus 89 años la habían enviado fuera de Nicaragua en medio de aquella epidemia de Chinkungunya y Zica, que podía ser muy grave para personas de su edad. Así ella bajo protesta se convirtió en una exiliada de aquella guerra biológica que estában viviendo. Aunque las estadísticas oficiales hablaban solo de unos cientos de casos de Zica, la verdad es que había miles de personas enfermas.

Así que de pronto Ramiro tenía un buen trabajo, una linda esposa y una casa en la cual empezaría su nueva vida profesional como ejecutivo empresarial. Ya solo faltaba que pronto tuvieran hijos.

En son de broma en coro con Elena cantaban aquella canción de los años sesenta de Gigliola Cinquetti,

-Nos quedaaamos sooolos, como caada noche-…

Ramiro y Heidy se habían casado rodeados de amor, de familiares, amigos y de naturaleza en la finca que por años habían venido desarrollando, y como con cada matrimonio joven en nuestra familia, habían prendido una luz de esperanza en su vida, cada vez más solitaria y que se acentuaba en aquella enorme casa. Alguien comentó por allí, que habían dicho que pronto tendrían un hijo, que no querían esperar mucho.

-Friendo y comiendo- dijo una amiga querida.

-“Ya quiero ver esta casa llena de nietos”-

comentó Elena, entornando los ojos como viendo el futuro en su mente.

Por otra parte, llegó la pregunta de donde vivirían? Elena y Héctor como muchos matrimonios jóvenes de su época, habían pasado los primeros años en casa de alguno de sus padres. Primero habían vivido en casa de los padres de Héctor, luego habían vivido con los padres de Elena, así que resultaba lógico que ellos también vivirían un tiempo en  su casa, o bien en el apartamento que habían construido en el predio de la casa grande para cuando se quedaran solos. Ellos habían comprado una casa bonita en uno de esos repartos de clase media que ahora proliferaban en los suburbios de Managua, pero aún no la habían terminado y querían alquilarla para ahorrar un dinero para más adelante. Nosostros encantados con la idea, así estarían cerca del nieto que esperaban que no demorara.

En su mente la joven pareja viviría un tiempo con ellos o muy cerca, de manera independiente, claro está. La idea de que vivieran en el apartamento que habíamos construido para alquiler, a solo unos metros de nuestra casa nos fascinaba, aunque nunca lo habían comentado, era lo más lógico.  Pronto tendrían un hijo y como los dos trabajaban como destacados ejecutivos de grandes corporaciones privadas, era lógico que los apoyarían con el cuido del niño mientras ellos iban a su trabajo. Quiénes mejor que ellos, sus abuelos para consentir a ese ansiado nietecito a solo un paso de sus brazos. Los muchachos los visitaban de vez en cuando y siempre les contaban de sus planes, del trabajo, de la casa que estaban construyendo, de las bodas de sus amigos a las que asistían.

Héctor les comentaba en tono de humor sarcástico:

-Para Uds. ahora es el tiempo de las bodas, ya pasó el tiempo de las de las piñatas de cumpleaños, de las graduaciones, de los bachilleratos, de los quince años…!

Para nosotros ya es el tiempo de las velas y los entierros. Efectivamente había amigos que solo los veíamos en una velorio o en un entierro.

Después de la boda, Héctor empezó a sentirse muy mal, fue víctima una vez más del atraso, la pobreza, el subdesarrollo y el cambio climático. Ya antes había sido atacado por el mismo mosquito infernal varias veces y había sufrido varios ataques de dengue. Nuevamente había sido atacado por las incursiones cada vez más agresivas del enemigo criminal: el insidioso y molesto mosquito Aedes Aegipty. Ahora le había transmitido el Zica. Los dolores articulares, musculares, el insomnio y la irritabilidad, la depresión eran seguras secuelas del Zica que estaban haciendo estragos en su salud y estado de ánimo. Elena que se había salvado del Chinkungunya, también tuvo el Zica y además también sufría por rebote las secuelas emocionales del estado de ánimo de Héctor cada vez más irritable.

De vez en cuando compartían sus infortunios con su entrañable amiga y psicóloga Dora quien de sopetón y riéndose les dijo:

-Uds. No presentan secuelas del Zica.Lo que Uds. tienen es el síndrome del nido vacío!!!…-

-“Prepárense es muy molesto y puede durar un buen tiempo….!!!

Les explicó con lujo de detalles,

-“El síndrome del nido vacío es una sensación general de soledad que los padres pueden  sentir cuando uno o más de sus hijos abandonan el hogar. Aunque es más común en las mujeres, puede ocurrir en ambos sexos. El sentimiento de soledad es el más importante de todos, y puede aparecer ante la ausencia de uno o varios de los hijos”-

Para poner peor la situación, Héctor, ya jubilado no tenía el consuelo del trabajo duro de la consultoría, ya que éste no había sido un año bueno para el trabajo y disponía de más tiempo libre del que hubiera deseado.

En esas circunstancias algo tenía que pasar o algo tenían que hacer. La situación era verdaderamente deprimentemente y aburrida, y la casa cada vez más le parecía enorme y solitaria. Su amiga psicóloga abundó en recomendaciones para que enfrentaran con realismo su nueva realidad y evitar que se deprimieran. Les habló de dedicar parte de su tiempo a causas sociales, a desarrollar un hobby como la artesanía. Hasta se habló de la importancia de adquirir una mascota. Después de todo, en la casa de los padres de Héctor habían tenido como mascotas a gatos y perros y a las criaturas más sorprendentes, como tortugas, gallos y gallinas. Pero tener gatos y perros dentro de la casa no era una opción para Elena. Una cosa era cuando estaban los muchachos que se hacían cargo y jugaban con ellos. Ahora quién los cuidaría, quién los bañaría y les daría de comer. Luego se orinarían en las alfombras, dejarían pelos y mal olor por toda la casa. Esto sin pensar en lo que les harían a los muebles. ¡Ni quiera Dios!!!…En todo caso a lo mejor una tortuga. Eran muy silenciosas y no daban mucho que hacer.

Un buen día de manera sorprendente, Elena no esperó más y le dio la gran noticia: Llegaba a su mundo un pequeñito que les iba a cambiar la vida. Llegó por fin el día. Era muy chiquito, había pesado poco al nacer pero estaba muy sanito y era muy enérgico, y afortunadamente podían pasar mucho tiempo con él.

No sabían que nombre tendría, así que, como familia, se imponía una consulta. Consultaron con el especialista en seleccionar nombres bonitos, su genial nietecito mayor Héctor Manuel, quien se había empeñado en ponerle Monchito a su hermanito, al que hubo que acomodarle el nombre de Ramón Guillermo, para que le pudieran decir Monchito. En este caso, se tendría que consultar con él y sin vacilar un segundo, dijo con firmeza que el chiquito se llamaría Riky o sea Ricardo. Y como es tradición en la familia poner dos nombres fuertes juntos, como Héctor Guillermo, Ramiro Eugenio, Guillermo Ramón, María Patricia, al mejor estilo de telenovela mexicana, el chiquilín se llamaría Ricardo Alejandro.

La llegada de Ricardo Alejandro fue todo un acontecimiento inolvidable. Al principio se la pasaba todo el día durmiendo y comiendo, pero crecía muy rápido y pronto duplicó su peso, cada vez estaba más fuerte y simpático, pronto empezó a correr por toda la casa. Unos decían que se parecía a la familia de su mamá, otros decían que había sacado los ojos del papá. Otros decían que se parecía a los dos, que estaba bien mezclado. Pero en lo que todos coincidían era que era bien adorable.

Comía de todo y como buen miembro de la familia le encantaban las rosquillas norteñas y entre sus platos preferidos estaban el arroz aguado, el gallo pinto y el salpicón. Daba muestras de gran alegría cuando nos veía, saltaba de gozo para que lo cargáramos en brazos. Elena lo tenía muy mal acostumbrado al “chineo”. Le fascinaba viajar con ellos a la finca. Por supuesto se veía muy adorable con sus infaltables pañales ya que en más de una ocasión les había hecho una que otra trastada, de esas que te mojan los pantalones, ya que apenas estaba aprendiendo a controlar sus necesidades fisiológicas. No sé por qué a la gente le hacía gracia verlo con sus pañales. Crecía y era cada vez más fuerte, ya caminaba bien. El viaje a la finca en la camioneta para él era la gran aventura, se fijaba en todo y al llegar corría por el campo a sus anchas.

En una ocasión Ricardo Alejandro los acompañó a la finca junto con Dora su amiga. Al anochecer cuando se preparaban para retornar a Managua, sacaban de la casa todo lo que habían llevado para meterlo en la camioneta. Se adelantaron Elena y Dora para subirse a la camioneta. Dora llevaba a Ricardo Alejandro cargado en sus brazos y Héctor sin percatarse de nada, había cerrado las puertas de la vieja casona de la finca y apagado las luces, con tan mala fortuna, que cuando Dora se dirigía hacia la camioneta aparcada a solo unos metros del corredor de la casona, en la más completa oscuridad, se tropezó y se cayó cuando llevaba a Ricardo Alejandro en sus brazos.

Cayó de tal manera, que para proteger a Riky sin soltarlo de su brazo derecho, como pudo, hizo una contorsión rara digna de una acróbata de circo y se apoyó en el suelo con su mano libre, con tal fuerza que evitó que el pequeño Riky impactara en el suelo con consecuencias fatales. No nos perdonaríamos si le pasaba algo grave. Ni Elena ni Héctor se habían enterado del percance, porque Dora se quedó callada, talvez estaba muy apenada por el accidente, sabe Dios porqué sentimiento de culpa, aunque se subió con Riky ileso. Elena tomó a Riky en sus brazos. Se subieron alegremente a la camioneta y emprendieron el viaje de regreso hacia Managua. Nos percatamos que Dora habitualmente muy comunicativa, extrañamente callaba. Al rato, Dora no aguantó más y empezó a quejarse de un fuerte dolor en su muñeca izquierda. Fue hasta entonces que les contó de su caída con Riky y de su pirueta salvadora para protegerlo. Afortunadamente a Riky no le había pasado nada, ni siquiera un rasguño, ni un golpe ni nada. Al llegar a Managua, llevaron a Dora a la emergencia del hospital donde le hicieron una radiografía que mostró una fisura en su muñeca izquierda. Dora llevó su brazo enyesado como dos meses, pero gracias a su sacrificio y acto heroico, Riky crecía alegre y saludable. De vez en cuando la veían y siempre dice muy cariñosamente:

-¡Denle mis recuerdos a Riky!!!…Que yo no lo olvido!!!….

Riky estaba en una edad en la que le empezaban a salir los dientes y se llevaba todo a la boca y no se le podía dejar solo un segundo. Su juguete preferido era un perrito dálmata de hule, el que llevaba a todas partes por la casa. Riky se convirtió en el personaje novedoso de la casa. Es increíble como a uno le cambia el estado de ánimo un personaje tan chiquito y travieso. Siempre teníamos algo para conversar sobre el comportamiento de Riky. Cuál había sido su última travesura? Qué si comió bien, qué si hizo pipi, qué si su pupú estaba bien y lo hizo correctamente… Me encantaba ver como Ramiro se lo ponía en el hombro junto a su pecho y lo cargaba, Riky adoraba a Ramiro y era muy pegado con él. Lo primero que hacía cuando nos veía, era hacer gestos para que lo cargáramos, luego se tiraba al piso y se ponía a jugar con nosotros y su juguete preferido. A Miky le fascinaba estar entre adultos. Era el primero en salir a recibir a nuestras visitas y le encantaba estar entre nuestros amigos cuando conversábamos en la sala de estar. Era un gran metiche.

A veces Riky le hacía unas visitas sorpresivas a la Mamá Pancha, la madre de Alina que vivía por temporadas con nosotros cuando no estaba de viaje para estar con sus otros hijos. A Doña Francisca, le encantaban las visitas de Riky, lo tomaba de sus brazos y le hacía la fiesta como cuando ella tenía chiquitos a sus hijos:

-¡Susunki singui nay, susunki singui nay !!!…-

Le cantaba en una jerigonza que solo ella podía pronunciar, pero que parecía encantarle a Riky, a juzgar por su alegre reacción ante aquella ancestral canción y atávica danza para tiernos, que se transmitía de generación en generación y que revivía el sentimiento maternal de la abuela, que se reía de satisfacción por la carita de Riky que parecía conectarse con ella.

Pero…las cosas no siempre son cuando uno las espera, ni como uno las espera. Pasó el tiempo y los muchachos cambiaron de parecer, les entregarían su nueva casa harían su vida matrimonial como debe ser, a muchos kilómetros de sus suegros de forma totalmente independiente, como afortunadamente eran ellos. Ambos estaban muy entusiasmados con su nueva vida y con su trabajo. Poco a poco iban arreglando su casa, poniendo plantas de flores y árboles de sombra en el exterior, decorando la casa con cortinas, comprando sus muebles y en fin gozando de la aventura de construir y preparar su nido de amor. Ya lo irían llenando con el correr del tiempo y luego alguna vez cuando sus propios hijos se fueran también tendrían su nido vacío. Por el momento decían, querían trabajar y ahorrar, era el momento de viajar y conocer el mundo juntos, les atraía la idea de irse de vacaciones al viejo mundo. Después harían planes para tener hijos. Lo de friendo y comiendo había sido solo un entusiasmo inicial y la alegre opinión de una amiga bien intencionada.

Llegó el día de la primera visita de Ricardo Alejandro al doctor, y claro, lo acompañamos a la clínica. La doctora estaba muy contenta con el estado general de Riky. Su salud era muy buena  decía, su peso y talla estaban en el percentil esperado, le recetó unas vitaminas y dijo que ya podía comer de todo. Que tuviéramos cuidado con los parásitos, ya que en esa edad todo se lo llevaban  a la boca, ya que son como pequeñas aspiradoras que todo lo aspiran por la nariz. La veterinaria nos preguntó que si teníamos una idea de qué raza era Riky ya que a ella le parecía una combinación de razas. Le dijimos que era un terrier, ella se rio a carcajadas y dijo:

-Si lo compraron bajo un semáforo en la calle, los vendedores siempre dicen que es un Terrier, yo lo veo como una mezcla de Maltés con Poodle, así que para mí es un Malpud.

Bueno la verdad es que no nos importaba que raza fuera Riky, ni si tenía o no tenía pedigree o si era un simple mestizo. Les había alegrado mucho la vida, cuando más lo necesitaban. Después de todo les había ayudado a lidiar airosamente, con el síndrome del nido vacío. Su amiga la psicóloga había tenido razón.

Pronto le tocaría que le cortaran el pelo, estaba muy peludo y no se veía tan bonito, más bien se veía extraño, pero no hay duda que era adorable su cachorrito, sus nietecitos cuando lo conocieran también lo adorarían.

Managua 26 de Noviembre 2016.

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