Una infancia feliz en un pueblo feliz
A luz de los candiles y teas de ocote, en una fría noche del 24 de diciembre del año 1909 al filo de la medianoche nació el primer hijo varón de Francisco Tercero Escorcia y Francisca Ordóñez Morales, su esposa de segundas nupcias, en la casona que Don Chico Tercero, como todos le llamaban, había construido en Somoto, el antiguo pueblo fundado por españoles en un pequeño valle rodeado de cerros, sobre el pueblo indígena de Tepesomoto, como avanzada colonizadora de la región norte de Nicaragua llamada las Segovias. La casona de Don Chico estaba ubicada en la calle central, llamada calle real, construida con sus propias manos años después que muriera su adorada Carmen Salazar, su esposa y cuñada. Su hermano José María Tercero, se había casado con Victoria Salazar hermana de Carmen. Dos hermanos Tercero Escorcia casados con dos hermanas Salazar.
Somoto, derivado del vocablo náhuatl Xomotl, era famoso por su clima fresco muy agradable, estaba asentado sobre un vallecito rodeado de cerros, al sur de la montaña Tepesomoto o cerro de los gansos, de tepe o tepetl, que significa cerro y Xomotl que significa gansos. Somoto años después sería conocida como la ciudad de los burros, pero esa es otra historia.
Para el nacimiento del pequeño al que llamaron Clemente de Jesús -en reposición de uno de los hermanos de Francisco- asistieron a Francisca, la Pancha, su nueva esposa, una joven morena y alta de unos 26 años, sus simpáticas hermanas, Carmen, Antonia y Ángela Ordóñez, todas del coro de la iglesia y por supuesto la infaltable comadrona que ayudó a traer al mundo al primer niño varón de Francisca, quien después sería mi padre. Todas bajo la estricta y severa mirada de mi bisabuela Doña Genoveva Morales, la madre de Francisca. Mis tías abuelas Ordóñez años después serían todas muy famosas como parte del grupo de beatas de la iglesia, eternas asistentes de los curas de la vieja y colonial iglesia católica de Somoto cuya construcción se remontaba al año de 1616.
Las Ordoñez, como eran conocidas en Somoto, eran las encargadas de todo en la iglesia. Antonia o más bien la niña Toñita, era la más chispeante y divertida de todas, solterona empedernida, era como la eterna asistente del cura de turno. Carmen con una voz angelical y con unos vivísimos ojos azules como de gata, además de cantar en el coro, se especializaba en fabricar preciosas flores de papel de china de brillantes colores y de hacer ornamentos de toda clase y en la organización de las primeras comuniones, procesiones de Semana Santa y todo cuanto era necesario para las ceremonias de la Iglesia. Ángela por su parte, tenía como devoción la propagación del Amor a la Virgen de Guadalupe y todos los años tenía mucho trabajo los días doce de diciembre organizando las fiestas guadalupanas, que incluían hacer una procesión al cerro del Tepeyac un cerrito en las orillas de Somoto. Una de las cosas que más le gustaban era llevar en procesión la imagen enflorada de la Virgen de Guadalupe y realizar visitas a las casas de las familias que así lo solicitaban. Yo todavía recuerdo ser vestido como el indito Juan Diego y subir al cerrito, cargado de ayotes y otras verduras que después se le llevaban al cura de la iglesia.
Para el nacimiento de mi padre, las tías abuelas Ordoñez se la pasaron muy alegres y divertidas cantando villancicos y haciendo bromas sobre la extraña coincidencia del nacimiento del niño precisamente en el día de Navidad.
Míralo Ángela, que bonito! ¡Si hasta parece un niño Dios! Dijo Carmen sonriendo y mostrando su dientes pequeños y muy parejitos. ¡Si dijo la Angelita, si es igualito al niño Dios de Praga! Me dan ganas de comérmelo dijo la Toñita.
En la mañana del 25 de diciembre del año 1909, era romería de los familiares y amigos de la familia -o sea todo el pueblo que para entonces solo tenía tres calles- que pasaron viendo al pequeño que había nacido el mismo día y a la misma hora que el niño Jesús. Le llevaron mazapanes, semitas rellenas y torrejas en miel, un dulce propio de navidad en el Somoto de principios del siglo. Por eso le llamaron Clemente de Jesús Tercero Ordóñez, hijo de Francisco Tercero, agricultor, de los Tercero de Honduras, que provenían de Guatemala y éstos, de México y de los Escorcia de León, y de Francisca Ordóñez Morales de los Ordoñez Morales originarios de Limay, Estelí, hija de Genoveva Morales y de Juan Ordóñez, mejor conocido como Juancito Choto, por su cara colorada, músico de capilla, honroso título dado a los músicos especializados en música sacra. Recuerdo muy bien a mi “abuelita Genoveva” con más de 96 años, muy bajita, ojitos celestes, arrugadita, con falda hasta los tobillos y muy calladita, le gustaba pararse en el quicio de la puerta de su casa a ver pasar a la gente. Se había casado con Juancito Choto su único amor, a los 13 años de edad, porque así lo habían dispuesto sus padres.
De vez en cuando a mi padre Clemente le gustaba recordar su infancia feliz en Somoto y por supuesto las continuas bromas y anécdotas graciosas de sus increíbles tías. Así recordaba cuando el Padre Barroso el cura español recién llegado a Somoto les pidió a sus colaboradoras las infaltables “niñas” Ordoñez que le buscaran un pollino para la celebración del domingo de ramos en la Semana Santa. La más ocurrente de todas, la tía Antonia que todos llamábamos con cariño Tía Toña, le llevó a la casa cural de la iglesia una misteriosa cajita con el encargo del Padre.
-Padre aquí le traigo el pollino que encargó-
-Qué clase de broma es ésta- Exclamó un poco molesto el Padre Barroso con su marcado acento español, cuando oyó piar a un pollito dentro de la caja.
Ud. nos pidió un pollino padre y esto es lo que le trajimos, un pollino, o sea un pollo chiquito- dijo riéndose la tía Toña.
Padre, dijo la tía Toña. Es que aquí en Somoto no se usa la palabra pollino para referirse a un burro, aquí burro es burro, lanzándose una carcajada que por supuesto no le hizo gracia al Padre Barroso. Así las tías, muy segovianas en su carácter, marcaban rápidamente su propio estilo y no se dejaban impresionar fácilmente por la autoridad de ningún cura por muy español que fuera.
El carácter humorístico y las anécdotas de mis tías Ordóñez ameritarían un relato aparte con muchas páginas. Aprovechaban toda circunstancia para reírse y hacer reír a los demás con sus bromas y ocurrencias.
En una ocasión se produjo un pleito entre un destacado comerciante de Somoto, Don Juan Pineda y un personaje del pueblo llamado Don Tomás y apodado Tomás Pelón, por su reluciente calva. Solamente bastó que la palabra “pleito”, el apellido “Pineda” y el apodo “Pelón” empezaran con la letra “P” para que la tía Toña, usando su prolífica imaginación y agudo sentido del humor, escribiera todo un largo relato del pleito aquel, solo con palabras que empezaran con la letra “P” y lo divulgaran entre todos los amigos y familiares, o sea todo el pueblo, que conocía de memoria el pleito entre Pineda y Don Tomas Pelón. El relato se denominaba “Pleito Pineda Pelón” y narraba el conflicto de una forma que solo la tía Toña podía hacer. Una de las frases que recordaba mi padre era cuando el señor Pineda furioso por el pleito, sacó una pistola amenazando a Don Tomas Pelón, que asustado corrió calle abajo calle abajo en aquellas pedregosas y polvorientas calles de Somoto.
…-Pineda puso pistola pelón… Pelón puso pies polvorosa-…
La tía Carlota, la hermana mayor de mi padre, única mujer entre los siete hijos del matrimonio del abuelo Chico con la abuela Pancha, heredó el sentido de humor de los Ordóñez, gozaba con las ocurrencias de la Tía Toña y sus carcajadas se oían a una cuadra de distancia cuando platicaba con ella que con gran seriedad contaba sus cuentos. La tía Carlota había llegado a Somoto a pasar vacaciones, muchos años después de haberse ido a vivir a la Costa Atlántica con su marido, el Teniente GN Constantino Downs, un elegante negro o afrodescendiente como le dicen ahora, originario de Cuba y criado en Puerto Cabezas, que se enamoró perdidamente de la tía Carlota y se casó con ella a pesar de la oposición de una parte de la familia, por meros prejuicios raciales.
-La Carlota arruinó la raza-decían con sorna algunas de las tías Salazar de la parte más blanca y arrugada de la familia, comentando aquel inusual matrimonio en aquellas tierras segovianas donde ver a un afrodescendiente era realmente muy raro. En el norte era muy raro ver a un negro. En mi infancia solo conocí al negro Tilson, un mecánico que seguramente llegó con la construcción de la carretera norte y se quedó enamorado de Somoto. Era el eterno cátcher del equipo de béisbol de Somoto. Lo recuerdo hablando muy mal el español y siempre con un palillo de dientes en la boca.
El teniente Constantino Downs era un elegante y pundonoroso oficial de carrera del ejército de Nicaragua, nacido en Cuba, que estuvo en servicio en la plaza de Somoto y que se llevó a la tía Carlota a la Costa Atlántica donde fue comandante de varios destacamentos militares o cuarteles en Puerto Cabezas, Waspan, Rosita, Bonanza y otras localidades. La tía Carlota se perdía por años sin llegar a Somoto, pero cuando llegaba al pueblo, era toda una novedad, ya que llegaba cargada de regalos para sus hermanos y sobrinos. Los regalos eran productos extranjeros desconocidos en Somoto, como telas de seda y brocados, golosinas y juguetes para sus sobrinos, que compraba en los almacenes chinos de esa época en el Puerto Cabezas donde atracaban barcos mercantes. Así conocí las boyas o raras esferas de vidrio que usaban para señalizar la entrada al puerto, las deliciosas palomitas de maíz o pop corn caramelizado, la manteca Crisco, los sabrosos caramelos craft, que se deshacían en la boca y la maravilla de maravillas para mí: un carrito de batería con control remoto. En los años 56 o 57 eran una novedad desconocida entre los muchachos, acostumbrados a jugar solo con trompos de madera, “papelotes” o cometas de papel y “maules” o canicas de vidrio.
En una ocasión la tía Toña, le pidió a Carlota, con su acento típico del norte, probablemente de origen andaluz, que no pronuncia las eses al final de las palabras, al despedirse de ella en uno de sus viajes, mientras saboreaba su café con rosquillas, le dijo:
– Carlota a mí me gustan mucho las historias de santo y me gustaría que me mandara o me trajera alguna.
Conocedora de lo beata que era la tía Toña, la tía Carlota vio la ocasión de quedar bien con la tía Toña y se apresuró para cumplir con su deseo. Quién sabe qué y cómo tuvo que hacer mi tía Carlota para conseguirle las historias y hacerle llegar en ese tiempo de difícil comunicación desde Puerto Cabezas en la Costa Caribe de Nicaragua, hasta Somoto, un paquete con una serie de historietas de vidas de santos, allí estaban las historias sobre San Francisco, San Sebastián, San Antonio etc. Cuando llegó otra vez Carlota a Somoto en otro de sus raros viajes, le preguntó a la tía Toña si había recibido el paquete con las vidas de los santos, que le había hecho llegar. La tía Toña, muy seria le contestó.
– ¡Ay! ¡Carlota, me entendiste mal!, yo quería novelas de Santo, pero no de santos de la iglesia, de esos ya estoy aburrida y me las conozco de memoria, yo quería novelas de Santo, pero de “Santo el Enmascarado de Plata, como las que me presta mi sobrino Gustavo, dijo la tía echándose a reír. A mi tía Carlota como que le hacían cosquillas, se le salían las lágrimas de la risa. Había caído una vez más en una de las bromas de la Tía Toña.
Mi padre, tuvo una infancia de lo más feliz y despreocupada en Somoto, rodeado el cariño de sus padres, tías, primos y de sus seis hermanos. Mostraba mucha inteligencia y era muy obediente con su padre Francisco, ayudándole en lo que podía a su corta edad. Fue matriculado en la única escuela pública de Somoto y tuvo como profesor al prestigiado Don Nando Roque insigne liberal y gran maestro de primaria, de aquellos ilustres y abnegados educadores que hacían de su magisterio un verdadero apostolado, sin esperar ningún reconocimiento.