Cuando era un estudiante de segundo año de arquitectura en Managua, a los 17 años, adquirí un maletín negro tipo” Samsonite” en el que solía llevar mis papeles, lápices de colores, plumillas, acuarelas, gomas de borrar y demás útiles propios de los arquitectos en formación. El bendito maletín lo llevaba a todas partes y era la prolongación de mi mano derecha, al punto que mis amigos se burlaban de mí y me llamaban el “hombre del maletín negro” por una serie que pasaban en la televisión. Por supuesto que muy propio de mis descuidos y de lo que ahora llaman ahora DDA (Desorden de Déficit de Atención), el maletín lo dejaba en todas partes y tenía la particularidad que siempre lo encontraba en los sitios más inverosímiles. Pero esta situación llegaría al extremo en el siguiente acontecimiento que paso a relatarles.
Sucede que en Nicaragua un 23 de diciembre del año 1972, hubo un terrible terremoto que destruyó casi totalmente la ciudad de Managua la capital del país. Nelson Brown, Octavio Molina, Alfredo Rocha y todo mi grupo de amigos y compañeros de carrera estábamos celebrando con una ruidosa fiesta la navidad anticipada en una casa en el elegante barrio Bolonia. Un calor verdaderamente insoportable, nos hizo salir a mí y a mi compañera de baile a la terraza del segundo piso a tomar aire. La luna rodeada de un halo anaranjado, rojizo. De pronto escuché un ruido horrible, un verdadero estruendo, lo que miré me dejó paralizado: las calles se movían como olas en el mar, literalmente ondeaban, los automóviles estacionados en la calle chocaban entre sí, las casas se venían abajo totalmente de forma vertical, ante mis ojos perplejos, con un gran rugido, entre nubes de polvo, convertidas en montones de escombros de concreto, tierra y madera, los postes de luz caían, los transformadores eléctricos se encendían y chisporroteban horriblemente haciendo un ruido horrible, iluminando por momentos la escena espantosa propia de películas de terror, aquello fue un verdadero infierno. Del interior de la casa de la fiesta emergían como muertos vivos, mis amigos y compañeros, irreconocibles, ensangrentados, llenos de tierra y polvo hasta las narices, asustados, algunos quejándose sangraban.
Managua había sido destruida en unos 30 segundos, por un sismo de magnitud 6.2 en la escala Richter que a las 00:35 a. m. hora local del sábado 23 de diciembre de 1972, en vísperas de la Navidad con epicentro dentro del Lago Xolotlán 2 kilómetros al noreste de la Planta Eléctrica Managua en la falla de Tiscapa. Duró 30 segundos, seguido por dos réplicas casi una hora después del primer temblor. Destruyó el centro de la ciudad capital de Nicaragua. Aproximadamente 600 manzanas convertidas en escombros.
El hecho es que se acabó para mí y para mis amigos la vida que llevábamos, se cerró la universidad. Las preguntas en nuestras mentes eran ¿Ahora qué hacemos? ¿Adónde vamos? La respuesta la tenía Nelson, que nos contó que recientemente se había encontrado con Mauricio Duarte de Boaco, quien había venido de Chile. Le había dicho que por qué no nos íbamos para Chile, donde se desarrollaba una revolución pacífica hacia el socialismo y que era una experiencia fantástica para los jóvenes como nosotros que siempre estábamos luchando por el cambio social y político. Además, recordamos que el plan de estudios de la escuela de arquitectura de Nicaragua era similar al de Chile. La arquitecta chilena Lucy Salas había trabajado en el plan de estudios de la escuela de arquitectura de Nicaragua inspirado en el plan de Chile. Listo, nos iríamos toda la tropa de arquitectura, Nelson, Octavio, Javier, Alfredo y yo a continuar los estudios en Chile y a incorporarnos al “proceso chileno”. Con suerte nos aceptaban en la escuela de arquitectura y no perdíamos el año académico.
Ocurrió que necesitábamos dinero y después de trabajar durante un corto tiempo levantando los planos para la reconstrucción del Matadero de Managua, reunimos el dinero para irnos a Chile. Se nos unió Mauricio Mejía, hermano de Javier otro amigo del grupo. Alfredo y Javier, desistieron del viaje. Yo me iría primero con Mauricio. Nelson y Octavio llegarían después. Ya teníamos el motivo, el dinero y nos sobraban las ganas de viajar a Chile. Se abría una nueva vida.
Los papeles, (pasaporte, los certificados de notas), un poco de dinero, lo básico en la ropa y muchos deseos de aventuras en tierras lejanas. ¿Armarse de valor para decirle a las mamás, saben qué?, nos vamos… un abrazo, un beso y ciao. Mi madre adorada, con el corazón encogido y triste, hizo con sus manos, que eran un tesoro de habilidad para la costura, una mochila de tela de lona azul, donde metí todos mis bienes, ah, y por supuesto, no podía ser de otra manera, con mi mochila a la espalda como hippie y en mi mano derecha, como ejecutivo, mi infaltable maletín negro. Aquello era impresionante, mochila, botas vaqueras, bluejeans, pelo largo, incipiente barba y mi maletín negro estilo samsonite. Aquello no combinaba muy bien, era una mezcla rara de hippie y aprendiz de ejecutivo.
Mauricio y yo viajamos de Managua a Panamá en COPA, de Panamá con escala en Lima a Chile viajaríamos en BRANNIF. Aprovecharíamos para conocer Lima, la Ciudad de los Reyes. ¡Qué maravilla! Nos quedamos dos días durmiendo en el aeropuerto para no pagar hotel. En bus nos íbamos al centro de Lima por el día y retornábamos por la noche a nuestro “gran hotel aeropuerto” era nuestra gran suite con la cama grande, dura pero amortiguada por las mochilas llenas de ropa vieja. Llegamos a Santiago, una tarde luminosa de marzo de 1973. Santiago me pareció como la ciudad Gótica de Batman, o como la Metrópolis de Superman. Pero la línea era aparentar que éramos experimentados viajeros y ciudadanos del mundo. Yo que solo conocía además de Managua, la capital de Nicaragua, San José la ciudad capital de Costa Rica y ahora lucía como un mochilero internacional. Nada de abrir la boca como bobalicones. Tan solo llegar y preguntamos si había algún bus para Santiago.
Nos indicaron que micro (bus) tomar y que nos bajáramos en Plaza de Armas el mero centro de Santiago. Luego ya veríamos como llegaríamos al apartamento de Sergio Morazán, nicaragüense, de Somoto mi pueblo natal y amigo de mis hermanos. Lo primero que me llamó la atención fue que la gente hacía fila ordenadamente para abordar el bus en silencio. Qué distinto a los buses en Managua, todos queriendo entrar al mismo tiempo y gritando. Esperamos nuestro turno y abordamos el bus, que iba repleto. Nos dirigimos al centro, apretujados, pero con nuestros ojos muy abiertos al entorno urbano de aquel Santiago de los años setenta. Impresionante aquella vista magnífica de la cordillera gigante, inmensa, blanca, azulada y bella. La plaza de armas me pareció gigantesca, rodeada de edificios históricos, de un estilo que solo había visto en películas y fotos de ciudades europeas.
Nos bajamos en el Paseo Ahumada a un costado de la Plaza de Armas que nos quedaba a la izquierda. Estábamos realmente emocionados. Cuando nos bajamos de la micro, hago el recuento de mis pertenencias y que se me va el alma del cuerpo, que susto, no veía mi maletín negro “samsonite”, al bajarme en el tumulto, lo había dejado en la parte delantera de mi asiento, donde lo apretaba detrás de mis pantorrillas. En el maletín estaban todas mis cosas de valor para mi nueva vida en Chile: El pasaporte, los pocos dólares que tenía, los certificados de notas, la dirección de Sergio Morazán adonde íbamos. Sentí que me mareaba, me faltaba el aire. Reacciono y le digo a Mauricio, vos que sos más rápido que yo (al menos era más flaco), corré y alcanzá al bus, -que ya se alejaba-Yo me quedo cuidando las mochilas. El bus cada vez más lejos se hacía cada momento más chiquito ante mis ojos. Mi esperanza era que sabía que en todas partes los buses urbanos tienen paradas cada doscientos metros más o menos, y yo esperaba que Mauricio alcanzara al bus y recuperara mi maletín. ¿Cómo lo haría? no sabía, solo se me ocurrió que corriera y corriera.
Mauricio corrió unos sesenta metros y se detuvo jadeando. Yo miré al bus que se detenía más adelante, agitaba mis brazos y gritaba a Mauricio para que siguiera, Mauricio ni siquiera me escuchaba. El bus se detuvo unos segundos y siguió su marcha hasta que se hizo un punto en el horizonte de aquella inmensa arteria urbana, llena de automóviles, hasta que desapareció llevándose mi precioso maletín con todo lo que era importante para mi futuro.
Daba igual un sentido que el otro, atrás o adelante, de todas maneras, estábamos jodidos y perdidos. Cruzamos la calle y tomamos hacia la izquierda. Vi un uniformado que parecía policía de desfile militar en día de fiestas patrias. En Nicaragua los uniformados parecían soldados de combate en tiempo de la segunda guerra mundial, con rifle “garand” casco y todo. El rostro se me iluminó. Quizás él podría ayudarme, parecía buena gente y me inspiraba confianza. Le conté mi historia en unos segundos. Le describí el bus donde había olvidado mi maletín negro como un bus de colores rojo y amarillo mostaza, le mostré el boleto numerado que había utilizado en el bus. Tal vez podría localizar la unidad y reportar mi pérdida, tal vez alguien había encontrado mi maletín y me lo guardaba, qué se yo lo que pensé. El boleto decía claramente ETC y un número. Me quedó viendo con lástima y me dice: Es la Empresa de Transportes del Estado, mire a su alrededor me dijo, debe haber como 600 unidades como ésta circulando en Santiago y todas pasan por aquí, eché una mirada alrededor y efectivamente las calles me parecían llenas de autobuses iguales al mío, al que se había llevado mi maletín negro, se me detuvo el corazón por unos segundos…silencio…profundo silencio de mi parte, solo el ruido de fondo. Sensación de confusión, de estupidez, de miedo, que se yo como me sentía. El militar de desfile, dio la vuelta y siguió con su trabajo.
Daba igual adelante que atrás, a la derecha que a la izquierda, total estábamos perdidos en una jungla de cemento de cuatro millones de habitantes y seiscientos buses rojos con amarillo mostaza todos iguales. Giré siempre a la izquierda, atravesé la gran plaza, que me pareció inmensa, con muchos ancianos que me parecieron familiares, todos parecían sacados de las caricaturas de Quino el creador de Mafalda. Empecé a ver el paisaje urbano, las bancas, los jardines, los viejos de Quino en las bancas, los perros, a escuchar a la gente hablar y a los pregoneros con su rarísimo pregón imposible de entender. La gente nos parecía amable, educada, las muchachas preciosas, solo que no entendíamos nada de aquel habladito cantado, melódico, con subidas y bajadas que se aceleraba y aplanaba, terminando muy bajito acentuando la última sílaba que invariablemente sonaba puuu…. inentendible.
Vi a la gente haciendo fila como siempre muy ordenados, delante de aquellos benditos buses iguales, varios buses, varias filas. Me acordé de los buses de Managua y su desorden. Me acerqué a una fila con la intención de hablar con el encargado del bus, tal vez me daba alguna pista. Le pregunté a la primera señora en la fila. Menuda ella, vestida de blanco. Señora, ¿Ud, ha visto al conductor de este autobús? No, me dijo, “lo estamos esperando puuu”… Sentí algo como una fuerza que me atraía al bus, me asomé al interior por la puerta delantera. Allá al fondo a la derecha, quietecito, como esperándome, sobre el piso del bus, arrimado al asiento que da al pasillo, que es lo que veo, mis ojos se agrandaron, no lo podía creer. Mi maletín negro samsonite que como que me miraba. Vacilé por un segundo y le dije a la señora, Señora, ese maletín negro al fondo es mío, lo estaba buscando, lo dejé en este bus. Me miró como que si yo fuera un idiota. Si es suyo tómelo puuu, me dijo muy tranquila y sonriente con su acento atiplado. Entré rápido y tomé lo que me pertenecía. Abracé a mi maletín y le di un beso como si fuera un niño querido. No lo podía creer. Cuántas cosas ocurrieron para que yo tomara exactamente esa dirección que tomé al caminar desconsolado y llegara al punto donde ese mismo autobús estaba entre otros muchos autobuses iguales, y yo recuperara mi maletín negro samsonite, que nadie vio, que nadie tocó, que nadie robó y que esperaba por mí. Todavía lo recuerdo y me sigue pareciendo imposible.