Una lección de historia: La conquista de Nicaragua
En 1522 se inició la conquista de Nicaragua con una expedición de cuatro buques que salió de Panamá al mando de Gil González Dávila con 100 hombres y cuatro caballos. Fue bien recibido por los indios del cacique Nicarao, quien era famoso por su sabiduría. Nicarao ya tenía noticias de la superioridad militar de los españoles y no quería que le pasara lo mismo que les había pasado a sus vecinos del sur desde 1514, en que habían sido sometidos a sangre y fuego por el sanguinario Pedrarias Dávila Gobernador de Panamá quien ejercía su poder absoluto sobre la llamada Castilla del Oro, parte de la actual Costa Rica también llamada Orotina por el golfo de Orotina. Nicarao recurrió a la diplomacia y apostó a la negociación con Gil González, mientras estudiaba sus intenciones para ganar tiempo y ver como hacía para manejar la situación que se le presentaba. Seguramente tendría una oportunidad mejor que la de Urraca el cacique del sur, que se les enfrentó abiertamente sin saber a qué se enfrentaba.
Nicarao sabía que unos años atrás en 1516, del calendario español, el Cacique Urraca y sus guerreros le habían plantado cara a los españoles jefeados por Ponce y Hurtado, desde el primer momento que tocaron tierra en el hoy llamado golfo de Nicoya. Los indígenas habían luchado con ferocidad por tierra y a bordo de sus frágiles canoas, pero la artillería española los había diezmado y espantado. Urraca combatió en varias ocasiones a los españoles que buscaban su oro.
Los lugartenientes de Pedrarias Dávila, Gaspar de Espinosa, Bartolomé Hurtado y Francisco Pizarro, quien después fuera el conquistador del Perú, secundaban al viejo zorro, temible y hábil político Pedrarias Dávila, Gobernador de Panamá, famoso por su desmedida ambición y crueldad sin límites en el ejercicio absoluto del poder, que aplastaba con saña el menor intento de rebeldía por parte de otros conquistadores y de los aborígenes que luchaban por su libertad con uñas y dientes, frente a un enemigo invasor muy pequeño en número, pero apoyado en la superioridad que le daban las armas y a la división que existía entre los cacicazgos indígenas de la región del sur de Nicaragua, en lo que hoy es parte del territorio costarricense, llamadas Guanacaste y Nicoya, y que en su momento pertenecieran a la provincia de Nicaragua.
Clemente al igual que todos los niños nicaragüenses, se sabía de memoria lo que escuchaba de los profesores de primaria sobre el descubrimiento de América y sobre la conquista de los españoles. Recordaba con qué entusiasmo y pasión Don Nando Roque en Somoto primero y los profesores del Ocotal después, con el estilo predominante de educación en esa época, a voz en cuello, dictaban a los niños sus conferencias magistrales sobre historia. Él, cuándo repartía los telegramas como pequeño mensajero del telégrafo, se quedaba a la orilla de las ventanas de la escuela, extasiado oyendo aquellas clases y soñando que algún día estudiaría y sería un profesional, quizás un periodista o un doctor en leyes. A pesar de su corta edad en la que fue separado de sus padres y hermanos, de alguna manera comprendió que Ocotal le ofrecía una oportunidad de superación que no tenía en Somoto su pueblo natal.
Mamá, mira lo que dibujé!… dije, mientras mostraba a mi madre el dibujo de las tres Carabelas de Cristóbal Colón, pintadas con lápices de colores, la Niña, la Pinta y la Santa María. Era para un 12 de octubre que dibujé las carabelas de Colón en una cartulina blanca que había comprado en la tienda de la Chabelita Quiñonez en la calle Real de Somoto, la que recuerdo olorosa a chicle y jarabes para la tos. Yo tendría solo unos siete años y estaba muy orgulloso de mi dibujo. Mi maestra de segundo grado era mi querida Tía Isabel (Ita) Talavera.
Entré a la escuela pública directamente a segundo grado, a los siete años, aunque la intención de mi madre Ernestina, era matricularme en tercer grado. Con su amplia sonrisa y con expresión de orgullo en su hermoso rostro, le dijo a Doña Romelia Castellón la adusta directora de la Escuela de niñas de Somoto.
-Víctor Ernesto está preparado para el tercer grado, lee perfectamente, sabe las cuatro reglas, algo de historia y geografía de Nicaragua-
Doña Romelia sabía que mi madre era una maestra muy reconocida que tenía su propia escuela privada autorizada por el Ministerio de Educación hasta el tercer grado. Doña Tina Talavera como le decían a mi madre Ernestina, había sido muy bien preparada por maestros chilenos en Estelí, que vinieron a Nicaragua a enseñar pedagogía en los años cuarenta.
No hubo manera de convencer a la directora de que me pusiera en tercer grado. Decía que estaba muy chiquito en edad para tercer grado. Finalmente el argumento que hizo que mi madre desistiera de que fuera aceptado en tercer grado fue que la maestra de segundo grado era mi tía Ita hermana de mi madre y que no tendría problemas de adaptación porque era mi tía.
Al igual que a mí, a mi padre, le gustaba leer o escuchar bellas historias sobre el Cacique Nicarao y su diálogo con Gil González. En ese tiempo en las escuelas se enseñaba historia de Nicaragua desde los primeros años de educación.
Una de las historias que se enseñaban era sobre el encuentro del conquistador Gil González Dávila y el Cacique Nicarao o Nicaragua, nombre náhuatl de la región del actual Itsmo de Rivas, donde ejercía sus dominios como gran Teyte.
Macuil Miquiztli (Cinco muertes), que era el verdadero nombre indígena del cacique Nicarao, ya sabía lo que iba a decir cuando le llegaran los intérpretes indígenas, emisarios de los conquistadores, con el mismo sonsonete que acostumbraban a repetir donde llegaban, o sea el requerimiento oficial de aceptar que se convirtiese al cristianismo y se transformase en vasallo del Rey de España, a quien representaba, porque si se negaba a ello iban a reducirlo a la fuerza.
Los espías de Macuil, desde hacía varios días habían estado informando al Cacique de todos los movimientos de aquellos extraños hombres pálidos y barbados, que habían llegado a las tierras de su dominio. Había reunido a su Consejo de Ancianos y consultado a los dioses. Después de acaloradas discusiones y de las ceremonias religiosas de rigor, Macuil había llegado a la decisión que era necesario recibir a los intrusos pacíficamente. No se iba a ir de boca como Nicoya quien no quiso unirse a él y se fue por su cuenta. Él tenía más fuerza, más guerreros a su mando y tenía más experiencia.
Macuil Miquiztli recibió a los emisarios enviados por Gil González, que eran cuatro muchachos indígenas que años atrás habían sido capturados en el país del Cacique Nicoya, que también se llamaba Orotina y llevados a Panamá donde aprendieron español. Contestó el mensaje mandándole a decir con cuatro de sus principales, que aceptaba la amistad por el bien de la paz, y aceptaría la fe nueva si le parecía tan buena como se la elogiaban y que estaba dispuesto a recibirlo pacíficamente.
Gil González recibió con agrado, pero con desconfianza el ofrecimiento del cacique de reunirse con él en el poblado indígena conocido como lugar de las grandes arboledas, Quauhcapolca, que a los españoles les sonó como Cocibolca. Hoy este sitio está demarcado como la “Cruz de España”, un punto equidistante entre los poblados de Rivas y San Jorge, muy cerca de aquel inmenso lago que González bautizó como Mar Dulce. Hasta allí llegó el conquistador con sus cuatro caballos por delante y las banderas desplegadas, con sus 100 hombres armados hasta los dientes, la mayoría jóvenes mercenarios que se aventuraban a la conquista de estas tierras, para construir fortunas con el botín de guerra.
El cacique no se dejó impresionar por aquel extraño hombre blanco y barbado montado en un animal más extraño aún. Les dio la bienvenida y los alojó en las viviendas reservadas a sus nobles. Hubo un intercambio de miradas y de regalos. El gran Cacique, que ya sabía lo que les pasaría si no accedía al requerimiento del español, les entregó el equivalente en oro de 18,500 pesos castellanos, para ablandarlos, después de todo ya tenía conocimiento de la codicia y la adicción de los españoles por el oro. Convino, asimismo, en erigir una cruz sobre un montículo escalonado, en el orchilobo (o altar de sacrificios), lo cual llevó a cabo seguido por su séquito en procesión solemne, acto que conmovió a los españoles.
González le entregó a Macuil un traje de seda, una camisa de lino y una gorra de color rojo. No parecía muy justo el intercambio de regalos, pero a Macuil Miquiztli no le quedaba de otra. Ya vería después como saldría de ese atolladero en el que se estaba metiendo. Por lo pronto había enviado emisarios al cacique Diriangén, teyte de los Chorotegas, en son de paz para buscar una alianza militar. Diriangén era su rival político en el control del territorio, sin embargo, podría ser su aliado para enfrentar posteriormente al peligroso extranjero a quien fingía sumisión.
Gil González estaba verdaderamente impresionado por la personalidad y la sabiduría de aquel jefe indio, que le hacía muchas preguntas que él, que se las daba de culto, intelectual, no tenía idea de cómo responder. Según Pedro Mártir de Anglería, cronista de Indias de origen italiano, el cacique de Niqueragua o Nicarao, preguntó a Gil González:
-¿Ha escuchado hablar de un gran diluvio que acabó con la humanidad?
-¿Volverá Dios a naufragar la tierra?
-¿Qué sucede después de la muerte?
-¿Cómo se mueven el Sol, la Luna y las Estrellas?
-¿A qué distancia se encuentran? ¿Cuándo dejarán de brillar?
Pedro Mártir de Anglería documentó este diálogo de las cartas que Gil González escribiera y del testimonio del tesorero real, de la expedición de González, Andrés de Cereceda uno de cinco testigos de ese diálogo.
Los soldados españoles de la infantería, bien entrenados, experimentados en el arte de la guerra y fogueados por sus batallas contra los moros, podían disparar flechas y balas, llevaban además de lanzas y espadas, ballestas que lanzaban flechas y el arcabuz, un fusil grande, letal a unos 50 metros, que producía terror entre los indígenas ya que podía disparar truenos.
Debido al calor y a la humedad, la mayoría de los soldados de Gil González no llevaban armadura completa, sino que mallas metálicas sin mangas o chalecos de cuero acolchados de algodón que resultaban efectivos contra armas de corto alcance. Pero lo que más asustaba a los indios eran los falconetes o cañones cortos que disparaban un proyectil con efecto devastador que alcanzaba casi los dos kilómetros y hacía un estruendo infernal.
Pero el arma más efectiva de los españoles para asegurar su conquista y dominación sobre Nicaragua y otros pueblos indígenas, no fue su superioridad militar y en armamento, sino más bien el arte de la política y la intriga, el uso a su favor de las rivalidades y divisiones de los cacicazgos locales, aprovechando todos los pleitos, guerras tribales y enconos muy frecuentes entre los caciques, que practicaban el arte de la guerra como algo sagrado.
Gil González confiado por su éxito con Nicarao, siguió su recorrido hacia el norte con su campaña de bautizos y recaudando oro. Al legar a un punto llamado Coatega por los indígenas, salió a su encuentro un joven jefe indígena al que llamaban Diriangén con un séquito de 500 hombres y 17 doncellas que lucían platos o patenas de oro. Algunos portaban estandartes o pendones y hachas de oro. Había trompeteros que tocaban cuando Diriangén avanzó al centro del desfile para encontrar al jefe extranjero y hablar con él. Estaban perfectamente ataviados formados en un cortejo ceremonial.
Diriangén no aceptó el bautismo de inmediato, sino que prometió volver a los tres días. Cumplió su promesa y regresó el sábado 17 de abril de 1523 a mediodía, presentando batalla. En realidad, actuaba conforme la tradición guerrera chorotega: otorgar una tregua al adversario, mientras organizaba su ofensiva. Por la superioridad de las armas de sus contrincantes ––arcabuces, ballestas, caballos ––, Diriangén fue vencido, pero González Dávila tuvo que retirarse. González reconoció a varios guerreros de Nicarao entre los indígenas que lo atacaron, le resultaba obvio que Nicarao era aliado de Diriangén.
¿Pero qué tenía que ver toda esa historia del Cacique Micuil Miquiztli, ¿Gil González y el Cacique Diriangén, con lo que mi padre Clemente estaba viviendo en ese horrible tiempo de guerras y revoluciones que le estaba tocando vivir?
En esa tarde, el nerviosismo cundía en la ciudad del Ocotal. Ya había habido muchas situaciones de zozobra como esta, pero la población no se acostumbraba a vivir bajo la constante amenaza de los ataques de los liberales que se habían alzado en armas. La guerra entre liberales y conservadores no parecía terminar nunca. Ya había corrido mucha sangre entre nicaragüenses por las guerras civiles, golpes de Estado y revoluciones entre los bandos conservadores y liberales que se disputaban el poder desde hacía varias décadas.
Las guerras solo eran las nuevas versiones de la vieja lucha entre los conquistadores y luego entre los peninsulares y los criollos por el control del poder y la riqueza en Nicaragua, guerras que se remontaban a la conquista y la colonia española desde el mismo momento en que los conquistadores y gobernadores españoles se percataron de las riquezas de la provincia de Nicaragua, “las joyas de la corona, la riñonada de todas las indias”, por su posición geográfica entre dos océanos, la conexión interoceánica por el “desaguadero” las rutas del oro, el agua abundante, las tierras fértiles para la producción de alimentos, y sobre todo para el desarrollo ganadero, tan importante para los españoles, no por la carne sino principalmente por los cueros de las reses que proveían el embalaje del añil en “zurrones” para la exportación hacia la próspera industria textil de España, y sobre todo por la abundancia de mano de obra gratis.
Las encomiendas, o sea el régimen de esclavitud impuesto por los españoles junto a las riquezas naturales de Nicaragua, era mucho más de lo que podían soñar aquellos hombres avariciosos, desde que Pedrarias Dávila, Gobernador de Panamá, se enamoró perdidamente de Nicaragua al grado de quererla solo para él. La ambición desmedida de los gobernantes y sus descendientes, por el control de las riquezas de Nicaragua, siempre fueron su perdición. El control del oro, la plata, la tierra, el agua, volvía locos a los que acariciaban el poder. Desde su inicio, la colonia española fue un hervidero de intrigas y pleitos por el poder. La primera ciudad de León, fundada en 1524, a las orillas del Lago Xolotlán, fue testigo de esas enconadas luchas que muy pronto desencadenaban traiciones, represión y muerte.
Las diferencias entre el León liberal y la Granada conservadora, se repetían en todas las ciudades de Nicaragua, eran las mismas diferencias solo que a otra escala, que había entre Ocotal y Somoto. Solo eran variaciones de la misma melodía. Solo importaban los intereses de las elites dominantes. La indiada, el pueblo, los de afuera, poco importaban a no ser como soldados, como carne de cañón o como bandera y pretexto para legitimar la ambición de los caudillos y su corte de oportunistas y aduladores. La enorme riqueza de Nicaragua ha sido la fuente de todas sus calamidades y de la pobreza de su gente. Al mismo tiempo, esa condición histórica, ha forjado en el fuego del dolor y de la opresión a uno de los pueblos de guerreros, de artistas y poetas, más luchadores del planeta por su libertad.
La guerra más reciente, cuando mi padre era el telegrafista principal del Ocotal a inicios de 1926, había sido desencadenada por el golpe de Estado -conocido como “El Lomazo”- que el caudillo conservador Emiliano Chamorro le había dado al gobierno constitucional del Presidente Carlos Solórzano un diecisiete de enero de 1926, descontento porque había perdido las elecciones, lo que desencadenó una guerra civil entre el bando conservador y el liberal constitucionalista. Chamorro se declaró presidente de Nicaragua, rompiendo con este acto el acuerdo libero-conservador de 1924, que a su vez se derivaba de los llamados acuerdos de Washington de 1923. En estos acuerdos se determinó “que los gobiernos centroamericanos y el norteamericano no reconocerían a ningún gobierno que en cualquiera de las repúblicas de Centroamérica del que surgiera un presidente por un golpe de Estado o de una revolución contra un gobierno reconocido”
Este atentado del caudillo conservador había generado la llamada guerra constitucionalista, impulsada por los liberales que pretendían que se restableciera la constitucionalidad del país, violentada por Chamorro.
Clemente, mi padre, en ese tiempo era un joven de ideas liberales trabajando bajo las órdenes de un gobierno conservador en un área muy estratégica como son las comunicaciones. Como telegrafista principal de una plaza tan importante como el Ocotal, había sido testigo de primera mano, de lo que pasaba en las Segovias. Por sus oídos entrenados y por sus manos pasaban todos los mensajes sobre la guerra constitucionalista que se libraba en toda Nicaragua, y en particular en los departamentos del norte divididos entre liberales y conservadores. Se mantenía muy informado de lo que pasaba en esos agrestes territorios segovianos. Con sus colegas telegrafistas intercambiaba ideas y noticias de último minuto del acontecer político y militar de ese momento. La situación política y militar era tensa, muy confusa y complicada. Todo presagiaba que algo grave iba a ocurrir.
No sabía qué le depararía el futuro, pero todos los recuerdos principales de su vida los tenía presentes en esos momentos cruciales que estaba viviendo. Recordó con nostalgia su corta pero feliz infancia en Somoto al lado de su madre y sus hermanos.
La anarquía predominaba en el campo y la ciudad, ya eran más de siete años de disturbios políticos, tanto al otro lado de la frontera con Honduras como a este lado, en pueblos y ciudades de los departamentos de las Segovias. La inestabilidad afectaba a los departamentos de Nueva Segovia, Estelí Jinotega y Matagalpa. Aún no existía el Departamento de Madriz, cuya cabecera departamental sería establecida en Somoto. Madriz se fundaría hasta en el año 1936 en honor al expresidente liberal José Madriz efímero sucesor de Zelaya. Los somoteños considerarían la separación del departamento de Madriz de Nueva Segovia como un triunfo de los liberales sobre los conservadores.
A los americanos no les interesaban las luchas ideológicas entre liberales y conservadores, solo defendían sus intereses económicos. Se sentían con derecho de poner y quitar presidentes y obligaban a firmar pactos a los liberales y a los conservadores de acuerdo con su conveniencia. Controlaban el país política, económica y militarmente. De acuerdo con sus políticas expansionistas se sentían con el derecho divino de determinar el destino de los nicaragüenses a su antojo. La posición geográfica de Nicaragua intercontinental e interoceánica en el centro de América era clave para los intereses norteamericanos. Además, por esa misma posición geográfica, los Estados Unidos mantenían el interés sobre la construcción de un canal interoceánico por Nicaragua. En 1914 obligarían a Nicaragua a firmar un ominoso tratado canalero denominado Tratado Chamorro Bryan, ahora con el objetivo de impedir que otra potencia imperialista construyera en canal por Nicaragua ya que ellos ya habían construido el canal por Panamá.
Las sucesivas intervenciones americanas habían empezado en diciembre del año de 1909 con el derrocamiento del General José Santos Zelaya, quien estaba al frente de la revolución liberal que propugnaba por la unión de Repúblicas Centroamericanas bajo la doctrina liberal, para enfrentar a las grandes potencias que se disputaban el control político y económico del mundo al inicio del siglo XX.