La guerra civil de 1926
En febrero de 1926 los rumores de guerra civil eran cada vez más insistentes, los liberales se estaban rearmando en contra del gobierno conservador golpista. Mucho se hablaba de que por el Lomazo, el levantamiento armado que inició Emiliano Chamorro el 24 de octubre de 1925, cuando se tomó el cuartel militar de la Loma de Tiscapa en Managua en contra del presidente constitucional Don Carlos Solórzano, estallaría la guerra civil, ya que el Vicepresidente Dr. Juan Bautista Sacasa no renunciaría a su cargo. Con el apoyo de México con armas y municiones en mayo de 1926 el General liberal José María Moncada desembarcó en Puerto Cabezas en la Costa Atlántica de Nicaragua e instaló otro gobierno. En las Segovias, el general liberal Augusto C. Sandino al mando de un grupo de liberales armados andaba organizando a los campesinos en contra de los conservadores chamorristas. Los marines norteamericanos para apoyar a gobierno conservador de Adolfo Díaz desembarcaron otra vez en Nicaragua. En el Ocotal los conservadores estaban al mando de Don Salvador Paguaga, Jefe Político de la ciudad.
Sandino que se encontraba en Tampico, México donde trabajaba en una empresa petrolera y había conocido de cerca el movimiento revolucionario mexicano. Al enterrase de la ocupación yanqui regresaría a Nicaragua el 16 de mayo de 1926 para integrase al ejército constitucionalista. En pocos meses lograría reunir un pequeño grupo de hombres y armas para combatir a los conservadores desde la guerra constitucionalista.
Después de obligar a renunciar a Chamorro, y de varios intentos de estabilizar la situación política de Nicaragua, los americanos impusieron como presidente de facto de un gobierno conservador a Adolfo Díaz que había propuesto que Nicaragua se convirtiera en un protectorado yanqui ya que sostenía la tesis “americanista” de soberanía limitada, que decía que era mejor un país con orden y progreso bajo la tutela americana que un país soberano pero anárquico. No era una tesis exclusiva de él. De hecho, la sostenían hasta los líderes nacionalistas e independentistas cubanos y del Caribe de ese tiempo y al final fue lo que prevaleció en el caso de Puerto Rico.
Adolfo Díaz, incluyó en su tesis tanto el elemento militar como el financiero: la protección a través de los marines y el apoyo de los empréstitos, la protección integral: el protectorado. Adolfo Díaz conocía perfectamente la política del primer Roosevelt conocida como la política del garrote y/o de las cañoneras; igualmente conocía bien la política de Taft, sucesor de Roosevelt, publicitada como política del dólar. Fueron años difíciles para Nicaragua. De gran inestabilidad política y económica.
Después de atacar la ciudad de El Jícaro en la que las fuerzas de Sandino serían derrotadas, Sandino incrementó su actividad guerrillera que se nutrió de muchos voluntarios procedentes de varias regiones de Nicaragua y comenzó a dar golpes militares y cosechar éxitos en el frente durante los primeros meses de 1927.
Clemente recordaría muchos años después esos días aciagos de febrero de 1926, cuando se dio el primer ataque de los revolucionarios liberales y sus fuerzas al Ocotal y a Somoto. Solo era un presagio de lo que habría de venir en ese año y el siguiente 1927 por la llamada guerra constitucionalista. Sobre todo, en el ataque al Ocotal por Sandino que provocó el primer ataque aéreo a una población civil en la historia. La guerra entre liberales y conservadores estaba adquiriendo cada vez más fuerza, habida cuenta que los revolucionarios liberales tenían el apoyo político del Gobierno liberal de Honduras y del Gobierno de Plutarco Elías Calles, Presidente de México.
Como telegrafista principal del Ocotal, Clemente se mantenía muy bien informado de la situación política y militar de Nicaragua y en particular de la zona fronteriza norte, ya que existía comunicación entre los telegrafistas de la región. Era un rumor a voces que, por un acuerdo entre el presidente de México y el Presidente de Honduras, los revolucionarios liberales utilizarían el territorio hondureño para pasar armas, miles de fusiles y municiones, que provenían de México. Toda la frontera con Honduras era un hervidero de intrigas, espionaje y operaciones militares. Desde el Golfo de Fonseca, las ciudades fronterizas de Somotillo, Somoto Grande y Ocotal eran constantemente asediadas y atacadas por revolucionarios bien armados.
A principios de febrero, montado en una bestia barcina, pasó por la casa del telégrafo en la que se detuvo al ver a mi padre en el quicio de la puerta, el Coronel Martínez uno de los Jefes militares encargado de la plaza del Ocotal, y sin apearse del caballo le dijo en un tono más bien cariñoso que imperativo:
-Clementío, la cosa esta muy peligrosa, me voy con mi gente para “Las Manos”, y quiero que te vayas conmigo, tengo información de un ataque de los revoltosos el día de hoy y voy a tomar mejores posiciones.
-Le agradezco su atención, pero como Ud. sabe, mientras esté aquí el Jefe Político Don Salvador Paguaga, yo no me puedo mover de mi puesto. El coronel Martínez le picó las espuelas a su caballo, al tiempo que le decía:
-Entonces que te jodan por baboso, ve a qué horas que lo digo-
Años después mi padre reflexionaba que jamás se había arrepentido de ser leal en el cumplimiento de su deber.
Por la noche su buen amigo Paco Salcedo, se apareció en la casa de la Chepita Lovo, donde mi padre disfrutaba de darle clases a tan adorable señorita.
-Tengo noticias ciertas que hoy entra la revolución liberal al Ocotal. Te lo digo para que no estés desprevenido-
Inmediatamente se dirigió a las oficinas del telégrafo donde ya había llegado la orden del Jefe Político de que se alistaran para salir a pasar la noche fuera de la ciudad, en unas posiciones estratégicas para la defensa del Ocotal.
- “ Yo, en febrero de 1926 además de ser el Telegrafista Principal era el Administrador de correos y como tal tenía en mi poder dos paquetes denominados Valores Declarados con trescientos córdobas (igual al dólar) cada uno, que había depositado en mi oficina el Administrador de Rentas, Señor José Zamora, con destino a Managua” contaba mi padre
Mi padre, por la estricta manera en que fue criado por su familia con estrictos valores morales, era absolutamente honrado, como lo demostraría en repetidas ocasiones en su vida. Tenía a su
cargo la caja de caudales del telégrafo, con unos 600 córdobas (Un córdoba =Igual a un dólar) y no se iba a ir dejándola abandonada al pillaje, ni se la iba a llevar. Tampoco confiaba en las autoridades conservadoras. Solo se le ocurrió dejarla “para mañana” bajo la custodia de Don Alfonso Mantilla, un honrado y prominente ciudadano ocotaliano, que él conocía perfectamente ya que también le daba clases de telégrafo a su hermosa nieta Alicia Talavera, la hija mayor de Don Daniel Talavera, esposo de Carmen Mantilla la escritora de la novela de piratas. Don Daniel era tío de la que años después fuera la esposa de mi padre Clemente y mi madre, Ernestina Talavera Tercero. El Señor Matilla, recibió los sobres sin conocer su contenido y dijo que con gusto los guardaría.
- Les dijo a sus amigos, solo déjeme ir a dejar una encomienda donde Don Alfonso Mantilla, él es una persona honrada y sabrá qué hacer con este encargo, pensó sin decir a lo que iba. Seiscientos pesos eran una fortuna para el que solo ganaba 20 pesos al mes. Pero nadie iba a decir que Clemente Tercero había huido llevándose un peso que no le perteneciera. Presintiendo que a lo mejor no volvería tan pronto, metió en una bolsa grande de lona, de esas que se usan para transportar correspondencia postal, ciertos útiles como libros, ropa y otros, para llevarlos al lugar donde pernoctarían.
-“Salimos como a las nueve de la noche, en un grupo como de 20, la mayor parte montados, bajo el mando del Jefe Político Don Salvador Paguaga Moncada, con rumbo al norte de la ciudad”
-Al llegar al barrio El Coyolar nos hicieron los primeros disparos, entablándose un tiroteo de ambos lados. Entonces se nos ordenó
-Pie a tierra-
-Nos tumbamos y nos parapetamos lo mejor que pudimos siempre disparando-
Mi bestia al ruido de los disparos salió corriendo. Apenas pude y como pude intenté buscarla, pero todo fue inútil. Me quedé a pie, lo único que encontré fue el saco de lona con todas mis cosas regadas en la calle. El grupo se dispersó , pero al día siguiente por la mañana, mi padre se juntó con unos 10 muchachos que iban huyendo de la refriega y se dirigieron a pie rumbo al pueblo cercano llamado Totogalpa, a campo traviesa, por montes y potreros para evitar a los revoltosos que habían atacado al Ocotal. Antes de entrar a Totogalpa, cuya situación no conocían, se detuvieron en un lugar llamado “Las uvas” protegidos por los abundantes bosques de pinos y robledales, donde pasaron cuatro días, durmiendo a la intemperie y prácticamente sin comer.
Mi padre sufría de una fuerte tos agravada por tantos días a la intemperie en las noches frías de las Segovias. En esos largos días que se le hicieron eternos, mi padre estuvo recordando a su familia de Somoto a su madre y sus hermanos que hacía muchos años que no veía. Por su joven mente pasaron tantos recuerdos, como cavilaciones sobre su futuro. Estaba enfermo, hambriento, pero estaba vivo. Siempre tuvo un carácter optimista. Ya había salido de varios aprietos en su vida, también saldría de este, no sabía cómo, pero saldría del atolladero. Siempre hay una manera, se decía a sí mismo.
Al quinto día muy de mañana los sorprendió uno de los revolucionarios liberales, llamado Francisco López Alfaro, que resultó pariente de uno de los muchachos de aquella tropa de muchachos asustados. Muy generosamente, se ofreció a servirles de guía hacia Honduras, ya que si se quedaban por allí y los encontraban las fuerzas liberales que habían atacado al Ocotal, muy probablemente los matarían o quizás los reclutarían a la fuerza para sus filas. Se dirigió con rumbo norte a través de las montañas que tan bien conocía. Caminaron todo el día y al amanecer llegaron a Oyoto un pueblo ya en territorio hondureño. Allí se separaron y cada quien tomó su camino.
Mi padre se dirigió a San Marcos de Colón. Empezó a caminar por las calles polvorientas de esa ciudad y providencialmente se encontró con Julián Espinoza,”Juliancito”, quien era su cuñado, el esposo de su hermana mayor Raquel Tercero. Juliancito le informó que su padres y hermanos, incluso Raquel, se encontraban en Las Mesas de Cacamuyá, en la finca del tío Elías Tercero, un hermano hondureño de su papá y le pidió que fuera con él a verlos. El corazón le dio un salto de alegría. Le parecía mentira que se reuniría con su familia. No tenía ni idea que ellos habían salido huyendo de Somoto por la guerra que ya se había desatado. A pesar de que Somoto solo quedaba a ocho leguas del Ocotal, nada sabía de lo que estaba pasando, ya que seguramente también allí se habían cortado las comunicaciones. Era lo primero que hacían los revolucionarios cuando iban a atacar una población, cortar las líneas telegráficas. ¡Imaginó la angustia de sus padres al tomar la decisión de irse emigrados para Honduras dejando a su hijo en medio de tantos peligros que envuelve la guerra, cualquier guerra!
Juliancito también le informó que no solo su papá, mamá y hermanos habían emigrado por la guerra a Honduras, sino que también su tía Victoria Salazar y sus nietas habían cruzado la frontera.
Lo que mi padre no sabía era que una tarde de febrero de 1926 en Somoto, Doña Victoria Salazar “Mama Toya” de 67 años, una señora alta, blanca, con el pelo canoso recogido en una moña con la mirada profunda y el rostro muy serio, daba órdenes terminantes a sus seis nietas, la mayor Ernestina Talavera de 16 años recién cumplidos y la menor Merceditas de solo cinco años. Su hija Isabel había muerto solo unos cuatro años atrás a la edad de 35 años, dejándole a su cargo directo a las tres niñas más chiquitas: Teresita, María Victoria y Merceditas. Las más grandes, María Ernestina, mi madre, Fidelina e Isabel se quedaron con su padre Antolín.
-Ernestina; ayúdame a arreglar estos motetes y luego hazte cargo de tus hermanas, mira que estén bien abrigadas; dile a la Chabelita que se apure, que se vista rápido; Fidelina viste a Merceditas, Teresita, termina de ponerle los botines a Victoria, que nos espera una larga jornada-
Mientras daba órdenes a diestra y siniestra y controlaba todo con su severa y profunda mirada de ojos azules, hacía un lío con la ropa de ella y las niñas, y amarraba las bolsas con lo que podía llevar de comida: Una bolsa de pinolillo, tapas de dulce de panela, un rollo de tortillas y queso. No podían quedarse un segundo más en Somoto. Se había corrido la voz que los Sandinistas al mando del General Carlos Salgado, atacarían el pueblo esa noche. Se arregló el cabello, se ajustó la peineta y se colocó su reboso negro y emprendió el camino hacia el norte, saliendo en dirección a la montaña de Somoto, por la poza del río Musunce.
Solo unos días atrás el Almacén de su yerno Don Antolín Talavera, mi abuelo materno, había sido saqueado por un grupo de militares de la Guardia Nacional del gobierno conservador o Constabularia. Lo que no se habían robado lo habían destruido. Dejaron el almacén en ruinas. María Ernestina había tenido que ir a declarar al cuartel de la Guardia Nacional Constabularia sobre el saqueo al almacén de su padre ante el oficial norteamericano que estaba al mando. Le prometieron investigar y castigar a los culpables. La Constabularia era dirigida por oficiales norteamericanos. El motivo del asalto al almacén de Don Antolín Talavera, quien provenía de una antigua familia liberal era que se rumoraba que colaboraba clandestinamente con las fuerzas liberales que pretendían derrocar al gobierno conservador. Aun así era amigo del oficial americano que comandaba la Constabularia en Somoto, aquel experimento de ejército nacional híbrido libero conservador, impuesto por la intervención norteamericana, terminó por convertirse en un ejército partidario, ya que al final toda la oficialidad era conservadora. El oficial norteamericano con quien jugaba de cuando en cuando una partida de póker, sospechaba del comerciante liberal, ya que muy convenientemente cada vez que los liberales atacaban Somoto, Don Antolín, mi abuelo, se desaparecía por unos días. En esta ocasión había tenido que huir a San Marcos de Colón, donde también se encontraba su cuñado José María Tercero Salazar.
En el trayecto de San Marcos de Colón hacia Las Mesas de Cacamuyá, pasaron por la finca los Aradito, de un primo de mi papá, donde se encontraba la tía Victoria Salazar viuda de Tercero cuñada de Francisco Tercero, en compañía de todas sus nietas Ernestina, Fidelina, Teresita, Isabel, Victoria y Merceditas, todas Talavera Tercero, pues ellas también habían tenido que huir a Honduras para encontrarse con su Padre Antolín y el hijo de la tía Victoria, José María, hermano de su madre Isabel que había fallecido unos años atrás. Rememorando aquellos tiempos mi padre con un suspiro de nostalgia, como si el suspiro el aclarara la memoria me contó lo siguiente:
-En los Araditos vi por segunda vez a aquella muchachita cuya mirada profunda, limpia y un poco tristona se había quedado en mi memoria desde aquella vez que la vi en la calle junto a sus hermanas. Aquellos ojos pequeños y un poco almendrados eran como si sonrieran dulcemente. Ahora aquella niña era un esbelta y llamativa joven de 16 años recién cumplidos, en la flor de su vida, muy segura de sí misma, quien parecía hacerse cargo de todo en aquella situación, como si estuviera acostumbrada a tenerlo todo bajo control. La saludé y le dije que me acordaba muy bien de ella, cuando era solo una niña. Para mi sorpresa, ella también dijo que me recordaba perfectamente, que era el hijo mayor del tío Chico. Solo nos quedamos un rato en los Araditos, lo suficiente para darles agua y darles de comer un poco de zacate a las bestias. También nosotros gozamos un rato de la hospitalidad de los primos de Los Araditos y tomamos café con rosquillas que nos supieron a gloria, y seguimos nuestro camino hacia Las Mesas.
Varias veces más volvió a ver a Ernestina y a sus hermanas en los Araditos o cuando alguna vez llegaban a visitar al tío Elías en Las Mesas. Aprovechaba cualquier pretexto para ir a dejar algo o darle una razón a la mama Toya, así podía conversar, aunque fuera solo un rato con Ernestina. Algo tenía esa muchacha en su personalidad, en su presencia y en su carácter que le hacía muy atractiva.
La llegada de Juliancito, como todos le decían cariñosamente, con Clemente al que tenían años de no ver, para todos fue una gratísima sorpresa, especialmente para su madre Francisca y para su papa Chico. Fue una fiesta para todos sus hermanos que no cabían del gozo de ver a Clemente hecho todo un caballero. Se sintió feliz y muy contento de volver a reunirse con los suyos, aunque comprendía la difícil situación económica por la que atravesaban. Para él estaba más que claro que no hay nada mejor para reponer fuerzas y recuperar el ánimo, que un baño de familia.
Su hermana Carlota y su prima Trina, compartían el hecho que eran únicas hijas mujeres, entre todos sus hermanos varones y por lo tanto se veían como hermanas y se habían asociado en todo para pasarla bien con sus bromas, sus secretos, sus juegos y sus cantos compartidos. Se esmeraban en prodigarle las mayores atenciones posibles. La Trinita era muy bonita y cantaba canciones campesinas que le encantaba escuchar a mi padre, que empezaba a ver a la prima con otros ojos.
Acostumbrado como estaba a la ciudad, en Las Mesas, Clemente sentía que el tiempo pasaba lentamente en aquel ambiente idílico del campo hondureño, en el que solo se trataba de labores agrícolas especialmente para la siembra y cosecha de tabaco. Poco a poco se fue acostumbrando al trabajo del campo y ayudaba a sus primos Francisco, Elías y Tomasito, y al mismo tío Elías en todo cuanto podía. Aunque no tenía experiencia en la agricultura, ya le estaba gustando la vida apacible y sencilla en el campo.
No se explicaba porque se sentía muy a gusto y sentía un inexplicable atractivo por aquel ambiente, por el zumbido del aire fresco en las mañanas, que se colaba en medio de los robledales, por el perfume de multitud de flores silvestres y sobre todo por la acogida de toda la familia que lo hacían sentir como en su casa. Pero también reconocía que ya le hacían falta las canciones campesinas de la atractiva prima Trinita.
No sin un poco de aprensión, se atrevió a pedirle a su tío Elías, que le permitiera sembrar un pequeño tabacal en su tierra, el tío Elías le contestó que tierras tenía de sobra, que no se la negaba, pero que esa clase de trabajo no era para él, que ya era un hombre de ciudad. Le dijo aquel viejo refrán “zapatero a tus zapatos”. Con muy buenas razones le explicó que no lo consideraba apto para esa dura faena y que él tendría mejor destino en su vida de joven con aspiraciones de superación. Tampoco habían pasado desapercibidas para el tío Elías el intercambio de miradas entre la Trinita, su hija, y su sobrino Clemente.
Mi padre supo después, que el 4 de mayo de 1927 en la villa de Tipitapa, el General José María Moncada en su calidad de delegado del Presidente Provisional Juan Bautista Sacasa, había firmado junto con Henry L. Stimson, enviado del gobierno estadounidense, el llamado Pacto del Espino Negro, para poner fin a la Guerra Constitucionalista de Nicaragua. El primer acuerdo de dicho pacto exigía la “entrega simultánea de las armas de las dos partes a la custodia de los americanos” que mantenían intervenido el país desde el año 1909 después que provocaron mediante la famosa nota Knox, la caída del general José Santos Zelaya, que se oponía a la dominación imperialista.
Mi padre había nacido en 1909 el año en que cayó el gobierno liberal de Zelaya. La intervención inicial se convirtió en ocupación militar por el cuerpo de Marinos de los Estados Unidos (USMC) en el año 1912 cuando desembarcaron tropas norteamericanas que se mantendrían en el país prácticamente hasta 1933.
Uno de los puntos del Pacto del Espino Negro, señalaba la continuación temporal en el país de una fuerza de marinos para la garantía del cumplimiento de lo acordado en el pacto. Los norteamericanos deseaban imponer en Nicaragua la “política del dólar” y aducían sus derechos indiscutibles sobre la zona de influencia en el caribe y Centroamérica a causa de la construcción del canal de Panamá. Todos los generales del Ejército Liberal Constitucionalista aceptaron dicho acuerdo, menos uno, el General Augusto C. Sandino.
Unos colegas telegrafistas le informaron que la Blanquita -su Blanquita- se había casado en mayo de ese año 1927 con el General Augusto C. Sandino. Ella no resistió el cortejo y los halagos del General Sandino, una leyenda viva que se había fijado en ella. A Sandino le llamó la atención lo inteligente que era ella y que hablaba de todo. Nunca se imaginó que una jovencita de un pequeño pueblecito como era San Rafael en 1927 compartiera tanto sus ideas sobre la vida, sobre el universo, sobre el más allá, sobre la libertad y el progreso social. Sandino se maravillaba de las ideas y conocimientos de Blanquita, de donde había sacado esa muchachita tantas ideas progresistas. Nadie sabe para quién trabaja. Para algo habían servido sus largas conversaciones telegráficas con Blanquita, sobre el liberalismo y la teosofía.
La noche cayó sobre Ocotal con su manto negro, sin luna: Corría un viento frío en las calles solitarias, lóbregas de la ciudad, nadie circulaba, ni a pie ni a caballo y solo se oía la “latizón” de perros que hacía aún más tensa aquella calma espesa como la noche. Era un secreto a voces que la ciudad sería atacada por las fuerzas del General Sandino. Solo era cuestión de tiempo. Había rumores de hombres armados en la zona que bajaban de las montañas de Dipilto, de Mozonte, San Fernando y Santa Clara.
Sandino era jefe liberal constitucionalista que operaba en los departamentos de Nueva Segovia y Jinotega. El Capitán Gilbert D. Hatfield era el que estaba al mando del cuerpo de marines norteamericanos en el Ocotal. Hatfield estableció comunicación por correo con Sandino y le exigió la entrega de las armas o que se atuviera a las consecuencias de su rebeldía al desconocer el pacto del Espino Negro.
Don Antolin Talavera, recordaba, con mucho cariño a su amada y bella Chabelita Tercero Salazar y más aún después de que su almacén fuera saqueado por los conservadores.
Solía repetir, ya en su ancianidad:
-Recuerdo como si fuera ayer, lo que mi Chabelita me dijo:
-Antolín, estamos muy bien, los negocios marchan, el almacén ha crecido, pero yo creo que debes comprar tierras, una nunca sabe lo que puede pasar-
-Es así como empecé a comprar las tierras aquí en Somoto y en Cacaulí cerca de Somoto, la hacienda “Las Colinas”. En total son 200 manzanas aquí y 200 en Cacaulí. Quien iba a decir que por el presentimiento de mi esposa Isabel, hoy podríamos comer.
Don Antolín Talavera, quien después llegaría a ser mi abuelo materno, era un prominente y reconocido liberal, rico y experimentado comerciante y dueño de uno de los almacenes más grandes y mejor surtidos de Somoto junto con el Almacén Garmendia. Antolín era hijo del General zelayista Antolín Talavera Fuentes y ahora había sido arruinado por las revanchas de los conservadores. Todos conocían su filiación y pensamiento liberal progresista, uno de sus hermanos, Daniel Talavera Estrada, había sido fundador del Partido Progresista y otro hermano suyo el Coronel Liberal Erasmo Talavera Estrada, aun siendo liberal se había alzado como guerrillero contra Zelaya, cuando ya era evidente que se había convertido en un dictador.
Lo que pocos sabían pero muchos sospechaban, era que Antolín, apoyaba secretamente al general liberal Augusto C. Sandino, colaboraba con dinero y mercancías. A cambio le daban recibos para cobrarse cuando triunfaran de nuevo los liberales. Siempre estaba de por medio el encono y la guerra entre liberales y conservadores. Por eso su almacén había sido saqueado por las fuerzas conservadoras. Durante el año 1926 y 1927 Somoto y Ocotal habían sido escenarios de combates entre las fuerzas del gobierno conservador y los liberales que luchaban por restablecer en el poder a Sacasa. Había choques armados entre numerosos grupos de ambos bandos. Los revolucionaros liberales habían matado al alcalde de Somoto.
El almacén con el nombre “José Antolín Talavera Estrada” en la pared, era una casona colonial solariega de taquezal y de cal y canto, con techo de tejas al mejor estilo colonial leonés, con un amplio corredor que daba a un patio central. Dos enormes puertas formaban la esquina, separadas por una columna esquinera, rematadas por los gruesos travesaños de madera maciza que se unían en la esquina. Paredes altas y blancas, encaladas, en las que sobresalían las ventanas de madera pintadas en verde.
Al fondo del gran patio se ubicaba una construcción abierta por tres lados, con horcones de madero negro, y techo de teja, con un enorme fogón y tabancos de madera, era la cocina en la que se apilaba la leña que mantenía todo el día el fuego. Allí estaba la pila de madera donde se vertía la leche que llegaba a media mañana todos los días de la finca “Las Colinas” en grandes “pichingas” de aluminio, transportadas a caballo, por Santos Martinez el eterno mandador de “Las Colinas”
Gran patio y traspatio cercado con muros de adobe y de enorme cactus llamados cardones que elevaban sus brazos llenos de espinas, como suplicantes al cielo. Los muros de adobe coronados por tejas y un portón de dos puertas enormes de madera sólida, por donde entraban y salían las carretas que abastecían al almacén con mercadería proveniente de León. El portón se cerraba con un gigantesco candado de hierro con una llave de hierro macizo.
Cada tres o cuatro meses se hacían las giras a León que duraban unos13 días al paso de los bueyes y las carretas para comprar toda clase de mercancías y sobre todo las últimas novedades que llegaban a Nicaragua provenientes del comercio con Europa. Telas, cristalería, esencias, licores, medicamentos, alambre de púas, zapatos, machetes, revistas, vestidos y sombreros para damas y caballeros. Los hombres, al mando de mi abuelo, montados en mula, iban armados transitando por aquellos infernales y polvorientos caminos hacia León vía el Sauce. Algunas veces se encontraron con salteadores de caminos que invariablemente fueron repelidos con los disparos de algunos tiros preventivos. Había que estar preparados.
Las caravanas de carretas llegaban hasta la estación del tren en el Sauce. Allí pernoctaban en un hostal de madera llamado la Estrella del Norte y permanecían mientras mi abuelo con algunos hombres, después de un obligado descanso tomaban el tren hacia León para comprar mercadería. Después de varios días en León hacían el obligado regreso en tren cargados de mercadería de nuevo hasta el Sauce donde trasegaban la mercadería a las carretas y ahora de regreso para Somoto al ritmo de las carretas, que crujían cargadas de mercadería. Fue en uno de esos viajes en que lo acompañó su único hijo varón Víctor Manuel Talavera, quien se quedó estudiando en León, interno en el Instituto San Ramón.
Don Antolín, tenía crédito abierto en los principales almacenes de la ciudad de León y era muy conocido por sus proveedores. Uno de sus amigos comerciantes le presentó a Rubén Darío quien había regresado de España donde fungía como embajador de Nicaragua y se encontraba descansando en una hermosa silla en el portal de una casa. Le pareció, impresionante el poeta, con su traje blanco impecable y su bigote arriscachado. Le llamaron la atención el gesto sereno y las manos regordetas del poeta descansando sobre sus piernas. El poeta muy amable educado saludó a mi abuelo. Solo hubo un breve intercambio de saludos, sin embargo, mi abuelo solía presumir que había conocido a Rubén Darío. Tal fue su impresión y admiración por el poeta, que mi abuelo también escribía poemas al estilo modernista.
El abuelo Antolín había desarrollado una pasión por la fotografía y en su casa almacén tenía un cuarto oscuro en el que revelaba los rollos de película de las fotos que tomaba. Al inicio experimentó con las impresiones sobre láminas de metal llamadas daguerrotipos y con láminas de vidrio llamadas colodión. Gracias a su afición por la fotografía quedaron para la posteridad muchas imágenes y testimonios gráficos de la época de inicios de siglo XX de la Nicaragua ocupada militarmente por los norteamericanos.
Muchos marines gringos llegaban a tomarse fotos con la cámara de mi abuelo Antolín, que consistía en un cajón de madera con una gran cámara inserta, cubierto con una tela negra.
-No se muevan, miren el pajarito- y luego… un flashazo que te dejaba ciego.
-Después tengo que ir al cuarto oscuro donde como por arte de magia sacaré al igual que otras veces las imágenes, de procesiones, muchachos y muchachas en el parque, de las calles de Somoto, de todas las bodas a las que me invitan y también sobre todo de niños muertos todos enflorados, me decía mi abuelo. Una vez me dejó entrar a su cuarto oscuro y con una tenue luz naranja pude ver como por arte de magia sobre el papel sumergido en una charola de metal llena de un líquido raro, surgían poco a poco las imágenes.
No había ocasión en la que mi abuelo no aprovechara para tomar sus fotos, por su propio gusto o porque se lo pedían. El problema con su afición era que no había muchas cámaras en Somoto, ni gente dispuesta a tomar fotos. Su pasión por la fotografía no siempre fue placentera.
-También me llaman cuando hay un muerto emboscado o macheteado, en este tiempo hay muchos decapitados por aquí, les cortan la cabeza de dos machetazos uno a cada lado del cuello en forma de “V” y le llaman corte chaleco o si le habían cortado el cráneo de un tajo se llamaba corte huacal-
Así eran esos tiempos difíciles en las Segovias, donde por muchos años operaron guerrilleros liberales, caitudos conservadores, bandoleros, salteadores de caminos, o simples abigeos que traficaban con el ganado robado hacia Honduras.
El joven telegrafista amigo de mi padre, que le sucedió en el cargo de jefe del telégrafo cuando mi padre tuvo que huir a Honduras, se llamaba Rigoberto Quintanilla, era originario de Totogalpa el pequeño pueblo que queda cerca de Ocotal. Mi padre mantuvo la amistad y la comunicación con Rigoberto y así fue como se enteró cómo había sido el ataque de Sandino al Ocotal el 16 de Julio del año 1927.
-Clemente, yo fui testigo de aquella horrible carnicería, tuviste suerte en haberte ido para Honduras cuando los primeros ataques liberales de febrero. Aquí la situación se puso peor.
-Algunos pobladores del Ocotal que arribaron esa tarde a la ciudad me informaron que había mucho movimiento extraño y que habían visto a muchos hombres armados en los alrededores del Ocotal bajando de las montañas de Dipilto por el lado de Mosonte-
Años después Don Daniel Talavera, el tío Abuelo materno, hermano de mi abuelo Antolín, le confirmaría a mi padre los detalles del bombardeo de los aviones norteamericanos al Ocotal, ya que había sido testigo presencial de como “aquellos pájaros de acero lanzaban sus huevos de muerte” sobre la aterrorizada población. Mi padre habilísimo mecanógrafo, había transcrito un pequeño libro escrito por mi tío Daniel titulado “Argumento para una película de Cine” donde por primera vez en mi vida leí sobre el bombardeo al Ocotal y algunos relatos sobre las visiones que tenía el tío Daniel, quien tenía lo que ahora llamamos facultades paranormales o psíquicas. Eran muy conocidas entre la familia, los relatos del tío Daniel sobre las visitas en sueños, de sus “angelitos”, dos de sus hijos que habían fallecido siendo niños. Lo contaba con lujo de detalles, como si efectivamente lo hubieran visitado.
El tío Daniel, quien era un político e intelectual liberal, ferviente católico residía en Ocotal. Sin embargo, pasaba grandes períodos con su hermano Antolín en Somoto. Convencido de la inevitabilidad de la muerte, y con el deseo de estar prevenido ante tan natural acontecimiento, que igual le sorprendía en Somoto o en Ocotal, viajaba con su ataúd en el bus que lo transportaba de Ocotal a Somoto y viceversa. Cuando el bus de Ocotal entraba a la calle real de Somoto, era notoria la presencia del aquel ataúd junto a las maletas de los pasajeros, en la canasta superior del bus, destinada al equipaje, anunciando su llegada al pueblo.
- Llegó don Daniel- Gritaba algún transeúnte al ver pasar al bus con su singular carga.
Al llegar a la casa de su hermano Antolín, acomodaba su equipaje en el cuarto destinado para él y entonces abría aquel hermoso ataúd, forrado con aquella tela blanca satinada, de crepé, que formaba delicados pliegues. En el interior de ataúd, estaban muchas imágenes de santos y los libros más apreciados de la biblioteca personal del tío Daniel. Con las imágenes de los santos formaba un hermoso altar en su cuarto. Muchas veces lo vi con una lámpara de mano, alumbrando aquellas imágenes y rezando en voz baja, unos minutos a cada una de ellas.